Todo comenzó como una mentira, una estafa menor en un rincón olvidado de Tamaulipas. Pero lo que sucedió en Yerbabuena a inicios de los años sesenta superó cualquier delirio: un pueblo entero entregado a una secta, una joven autoproclamada diosa bebiendo sangre humana, y un niño que corrió por su vida para denunciar lo que nadie podía creer.

Yerbabuena era poco más que un puñado de casas en la sierra. Sus cincuenta habitantes vivían sumidos en la pobreza, aislados y sin acceso a educación. Fue allí donde los hermanos Santos y Cayetano Hernández vieron la oportunidad perfecta. Se presentaron como profetas enviados por dioses incas exiliados, prometiendo a los lugareños riquezas eternas y poder espiritual.

En medio de la ignorancia y el hambre, los aldeanos creyeron. Y lo que inició como un engaño místico pronto mutó en algo mucho más siniestro.

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El nacimiento de una diosa

Para reforzar la farsa, los Hernández trajeron desde Monterrey a una joven prostituta llamada Magdalena Solís y a su hermano Eleazar. Magdalena fue presentada como la reencarnación de Coatlicue, la diosa madre de la mitología azteca.

Al principio, era solo parte del show: orgías rituales, alucinógenos como peyote, marihuana, y colectas de dinero bajo el pretexto de tributos sagrados. Pero algo cambió en Magdalena. Lo que fue un papel se convirtió en convicción. Ella comenzó a creerse una divinidad viviente.

Y el culto mutó con ella.

El ritual de la sangre

Magdalena se autoproclamó la Gran Sacerdotisa de la Sangre. Aseguraba que su divinidad debía alimentarse con el fluido vital de los “infieles”. Sus seguidores, intoxicados por el fervor y las drogas, no dudaron en obedecer.

Así comenzaron los sacrificios.

Los acusados de apostasía, casi siempre miembros dudosos del mismo culto, eran brutalmente golpeados, desangrados y mutilados en cuevas transformadas en altares. Sus corazones eran arrancados mientras aún latían. Magdalena bebía la sangre mezclada con narcóticos y sangre de animales, convencida de que le confería juventud e inmortalidad.

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Las escenas eran dantescas. Y aún más inquietante: Magdalena disfrutaba de la violencia. Perfiles criminales posteriores describirían su sadismo, su erotización del sufrimiento y su vampirismo como motivaciones principales, no solo delirio religioso.

El niño que rompió el silencio

El horror habría continuado, tal vez por meses, de no ser por un niño llamado Sebastián Guerrero. A sus 14 años, fue testigo de uno de los asesinatos rituales. Horrorizado, corrió más de 25 kilómetros hasta la estación de policía más cercana.

Nadie le creyó.

Un oficial, Luis Martínez, accedió a acompañarlo de regreso al lugar. Ambos desaparecieron.

El fin del culto

El 31 de mayo de 1963, tras días de búsqueda, fuerzas de la Defensa Nacional, la Marina y la Guardia Nacional irrumpieron en Yerbabuena. Lo que encontraron superó las peores sospechas: cadáveres desangrados, herramientas de tortura y a un pueblo entero sometido por el terror y la fe.

Magdalena y Eleazar Solís fueron arrestados. Santos Hernández murió en un tiroteo con las autoridades. Cayetano fue asesinado por uno de sus propios fieles, quien creyó que su sangre lo protegería del mal.

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Los cuerpos de Sebastián y del oficial Martínez fueron hallados en una de las cuevas, mutilados y desangrados.

El legado de la oscuridad

Durante el juicio, muchos miembros del culto se negaron a declarar por miedo. Magdalena y Eleazar fueron condenados por solo dos asesinatos, aunque se les atribuyen al menos ocho y posiblemente hasta quince muertes.

Recibieron 50 años de prisión, y otros cómplices, 30 años por homicidio en pandilla.

A día de hoy, se desconoce cuándo murió Magdalena en prisión. Pero su figura permanece viva en el imaginario criminal mexicano como una de las pocas asesinas seriales con motivación ritual y sexual en la historia del país.

Su historia no es solo una crónica del horror. Es un recordatorio brutal de cómo el fanatismo, la manipulación y la desesperación pueden convertir a una joven marginada en la encarnación misma de la muerte.

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