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Pusiste tu mano entre mi pecho y mi cuello y, sin decir palabra, con suavidad, pero con firmeza, me empujaste hasta la cama, boca arriba y levantaste mi falda dejando mis piernas expuestas.
Me quitaste la lencería y lamiste la gota que había bajado por mi entrepierna. Recorriste con tu lengua el camino de mi lubricación hasta llegar a su fuente. Bebiste entonces del manantial, comiste mi sexo con tanta hambre y lujuria, que mi corazón comenzó a palpitar desbocado. Gemí a gritos cuando clavé mis uñas en la melena de tu nuca.
Te atrapé. No permitiría que pararas. Seguiste comiendo y bebiendo del banquete entre mis piernas. Tu lengua estimuló mi clítoris de una manera tan sabia, que me estremecía del placer. Tuve un orgasmo tan intenso que la vista se me nubló y sentí que el cuerpo me explotaba en partículas infinitas de goce.
Apenas liberé tu cuello, te levantaste como un león. Me arrancaste la ropa, paseaste tu pene duro y erecto por mi piel desnuda.
Te pusiste el condón mientras dedeabas con ímpetu mi entrepierna, esparciendo los jugos que tu saliva y mi orgasmo habían ya dejado allí. Me miraste nuevamente con lujuria y te clavaste sin decir nada. Ni hablar: Cuando la calentura manda, las palabras sobran y la ropa estorba.
Hasta el martes, Lulú Petite.







