El fervor por la presentación de Bad Bunny en nuestro país, más allá de ser un acontecimiento musical histórico, confirma algo que muchos artistas todavía no quieren aceptar: hoy no basta con cantar bien, hay que entender al público. Y sí, también respetar el esfuerzo de quien paga un boleto que no se compra con likes, sino con quincenas.

Las presentaciones de Bad Bunny en el Estadio GNP fueron una muestra clara de ese compromiso. Quienes creen en estrellas como él no lo hacen solo por la música, sino porque sabe exactamente qué tecla tocar para que el espectador se sienta parte del show. No es el grito libertario, ni la ruptura de estigmas, ni el discurso sexual lo que explica el fenómeno: es la capacidad de reunir a todos en una misma comunión… incluso a quienes juraban que “eso no era música”.

Tras su residencia en Puerto Rico, donde enalteció a su gente, el boricua le dio a México una bocanada de aire fresco. Y no, no es solo la inversión millonaria en luces o la pantalla gigante —que sí, impresiona—, sino la conexión emocional que logra con 65 mil personas al mismo tiempo, algo que muchos artistas buscan toda la vida y otros creen que se compra con fuegos artificiales.

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Hoy, Bad Bunny no solo es una de las estrellas globales más importantes de la música: es una clase magistral andante para empresarios, promotores y artistas que todavía creen que el público “se conforma”.

Mucho se ha hablado del contraste entre zonas VIP y áreas más económicas. Pero ahí está una de las claves del éxito: quien paga su boleto, paga por vivir el espectáculo completo, sin castigos ni letras chiquitas. A diferencia de otros, Benito no administra privilegios, administra experiencias. Y eso se nota cuando el público sale con la sensación —cada vez más rara— de que su dinero sí valió la pena.

Dos escenarios, pirotecnia, sonido impecable y una producción quirúrgicamente planeada lo colocan por encima de la media. Súmese a eso el orgullo por sus raíces, un ejército de músicos y bailarines, y la derrama laboral que genera, y la ecuación es clara: no está ahí por casualidad. Por algo será el primer latinoamericano en abrir camino rumbo a un Super Bowl.

Más que su grandeza, lo que destaca es su convicción por dignificar el espectáculo. Y aunque el perreo y las letras explícitas pasan a segundo plano, el show se transforma en una liberación colectiva. Incluso llama la atención la cantidad de niños presentes, sorprendiendo a padres que apostaron por Bad Bunny como inversión en diversión familiar… y sobrevivieron para contarlo.

No es solo música, no son reflectores, es entender el espectáculo en su máxima expresión. Bad Bunny demuestra cómo convertir un concierto masivo en una experiencia inmersiva que obligará a la industria a replantearse muchas cosas… o a quedarse atrás.

La llamada Casita se convierte en una experiencia aspiracional incluso para artistas que no conocen su música, pero quieren estar ahí, sólo por lucir o por el llamado miedo a quedarse fuera, mejor conocido como FOMO.

Y no, esto no es una oda a Benito. Es una advertencia: Con su presentación, la vara quedó alta, muy alta. Y ahora el reto no es criticarlo, sino alcanzarlo. Nos leemos la próxima, aquí donde quizás hablemos de ti.

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