‘Eme Mala Fe’ construyó una ruta alterna donde el arte no es burla, sino trabajo; en su entorno, l a los criminales, no a la gente que hacía rimas.

Martín Giovanni —para unos, Giovanni; para otros, ‘Eme’, ‘Mala’ o ‘Eme Mala Fe’— creció en el callejón de San Pancho, colonia Paulino Navarro. Hijo de comerciantes, su infancia comenzó entre tierra y lámina: su abuelo y su padre rescataban botes metálicos de , los limpiaban y los vendían en Jamaica o Sonora.

Ahí había orden, trabajo y una idea clara de dignidad, hasta que el plástico sustituyó a la lámina y el

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Entonces llegó la desesperación: su padre con taxis ajenos, limpiando parabrisas; su madre haciendo aseos o vendiendo paca. La estabilidad emocional se resintió y, con ella, la presencia en casa, en festivales, tareas y rutinas.

En la secundaria, el barrio se volvió imán. La pertenencia pesó más que la incomodidad de drogarse en un cuarto o faltar a clase. No faltaron golpes, gritos ni vergüenzas públicas que otros amigos vivían con sus padres.

Martín anhelaba algo sencillo y a la vez enorme: afecto, contención, un abrazo que dijera “aquí estoy”. Ese vacío no se conversa en pandilla: se comparte en silencio, sentado al lado, evadiendo.

Mientras tanto, en secreto, escribía cuentos y dibujaba. Incluso aprendió a pintar al óleo con un vecino que lo invitó desde una ventana: un gesto de hospitalidad mínima que abrió un mundo. Pero el arte, en su círculo, era motivo de burla. “El Martín quiere ser artista”, le decían.

Aprendió a ocultarse. La música llegó tarde, ya en la universidad, y encontró ahí una voz para narrar un doble filo: escuela por la mañana, calle por la tarde.

Insiste en un punto incómodo y realista: el barrio no impulsa al talento hasta que “traspasa la barrera” del éxito. Antes, rechaza lo que se sale del molde.

Por eso, su triunfo no es sólo personal, es una grieta en la lógica que hacía del criminal el único referente aspiracional. Hoy, en los parques donde de niño admiraba al que repartía fajos de billetes, hay morros con estudios caseros, proyectos y rimas.

Con la estabilidad económica llegó otra verdad: el permiso de atender la mente. “La depresión no estaba hecha para los jodidos”, dice, porque cuando se sobrevive al día a día no hay tiempo para terapia. Ya con respiro, trabajó culpas y ansiedades: entender que obtener dinero bien habido no debía activar la alarma que antes acompañaba al dinero mal habido.

Hubo un quiebre definitivo: un atentado. En el hospital, entre sangre y promesas, grabó un mensaje para su madre por si no salía. Sobrevivió. Ocho meses de encierro, miedo y, después, una convicción: no era maleante, era artista. Ese límite lo ordenó todo.

Desde entonces, se sorprende a propósito: una rodada llena, una niña que pide cantar “San Judas” por su padre, la visa de toda su familia, un video en Nueva York con desconocidos que ya no lo son. Asume la responsabilidad de lo que muestra: sube niñas al escenario para decirles que merecen un amor sin violencia y que el respeto no es opcional.

Martín es la prueba de que el talento florece cuando encuentra una rendija de cuidado. Su historia no romantiza el barrio ni condena a la familia: explica un ecosistema.

Y propone una ruta: romper la economía de la carencia, abrir espacios de escucha, legitimar el arte como trabajo y, sobre todo, nombrar en voz alta lo que antes se escondía. Ahí empieza otra educación sentimental. Ahí empieza su música.

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