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“Ya arriba, me pidieron que las llevara por la estación Colegio Militar del Metro. Y en el camino hablaron del velorio al que habían asistido.
“Por esa plática me enteré que eran dos las difuntas a quienes habían atropellado. Una de las pasajeras, más o menos, dijo así: ‘Pobres de sus almas, deben andar penando, eso de morirse sin confesarse, ay, no, Dios nos libre’…
“Para tranquilizarlas les conté que en el taxi yo he visto mucha gente atropellada, que eso pasa todos los días y que uno se vuelve insensible.
“Ellas se quedaron calladas y la más grande habló: ‘No, señor, usted no ha visto de todo, a ver, dígame, ¿cuándo había platicado con dos muertas?’. Volteé a verlas y las dos tenían sus caras llenas de sangre. Yo grité como loco, cerré los ojos y al abrirlos, ya no estaban. Les juro que hasta me dio chorro del miedo y desde ese año, ya no trabajo de noche”, concluye.
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