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Pablo tenía 22 años cuando fue detenido. Trabajaba como guardia de seguridad privada en un edificio corporativo en Polanco, mientras intentaba sostener sus metas: estudiar, terminar la prepa, quizá convertirse en docente.
Llevaba una vida sencilla con horarios demandantes, pero con proyectos claros. El día previo a su detención había cumplido con su turno normal y planeaba pasar el cumpleaños de su entonces novia.
Su captura ocurrió en un billar al que acudió brevemente con sus hermanos. Sin orden, sin identificación y mediante uso de fuerza, un grupo de hombres vestidos de negro —a quienes después reconocería como “madrinas” de la policía ministerial— irrumpió en el lugar.
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Entre golpes, amenazas y confusión, detuvieron a Pablo y a otras personas que él no conocía. Desde entonces, todo avanzó sin claridad: fueron subidos a una camioneta, obligados a mantener la vista abajo y mostrados a una supuesta víctima, quien afirmó que “se parecían, pero no eran”.
Aun así, fueron trasladados a separos y sometidos a interrogatorios irregulares.
Pablo afirma que fue obligado a firmar hojas sin poder leerlas. La puesta a disposición fue ilegal desde el inicio.
Lo más contundente del caso es que todas las personas detenidas junto con él fueron absueltas con el tiempo: sus causas fueron declaradas inocentes. Pablo es el único que permanece en prisión.
Durante las audiencias, observó numerosas irregularidades: contradicciones entre policías ministeriales, falta de pruebas, jueces que no prestaban atención e incluso identificaciones sin proceso adecuado. Las víctimas nunca aportaron elementos sólidos que lo ubicaran en el delito.
A pesar de ello, fue sentenciado a 30 años de prisión por secuestro de ocho personas. Pablo cree que la diferencia crucial entre él y quienes sí recuperaron su libertad fue la defensa.
PURGANDO CULPAS
Mientras sus coacusados lograron contratar abogados particulares que presentaron pruebas y desmontaron inconsistencias, Pablo dependió de defensores públicos sin recursos, sin seguimiento y sin estrategia procesal suficiente.
Su familia, de origen humilde, gastó todo lo que pudo, pero no logró sostener una defensa privada. El impacto emocional y familiar ha sido profundo.
La sentencia lo llevó a una depresión severa. Perdió a su pareja, y con los años, prácticamente todo vínculo cercano: no ve a su papá, ni a su mamá desde hace casi una década; tampoco ha visto a su hermano gemelo en años. La distancia, la pobreza y el dolor fragmentaron a su familia.
Pablo, aun así, ha encontrado en la cárcel espacios de reflexión: reconoce su transformación personal, el valor de las personas que lo han acompañado y una fe que antes no tenía. Hoy tiene 35 años y mantiene la esperanza aun estando privado de su libertad inocentemente.
Su caso se encuentra en revisión ante el Primer Tribunal Colegiado de Nezahualcóyotl, Ponencia 1, encabezado por el magistrado Eduardo Castillo Robles. No existen pruebas sólidas en su contra.
Todas las demás personas involucradas ya fueron declaradas inocentes. Los errores procesales son evidentes.
Pablo espera que esta vez el sistema sí funcione, que se revise su expediente con rigor para que pueda volver a ver a sus padres y recuperar, al menos en parte, los 13 años que le arrebataron.








