Todo iba sobre ruedas, hasta que el destino, y un poco de mala suerte, decidieron añadirle sazón a la tarde. Ahí estábamos, tan tranquilos, cuando de pronto él se tensó. A lo lejos, vi un grupo de personas acercándose. Eran sus compañeros de trabajo, y por la forma en que su cara drenó todo color, supe que algo no iba bien.
Antes de poder decir “¿qué pasa?”, ya estaba siendo presentada ¡como su sobrina! Mi supuesto “tío” me presentó como familia. Debo admitir que la situación tenía un cierto toque cómico, viendo cómo se las ingeniaba para mantener la compostura, mientras su cara se pintaba de todos los tonos de rojo imaginables.
El señor nunca me dijo que es casado. Claro, eso no me importa, es trabajo; pero ¿para qué se arriesga sabiendo que lo pueden cachar sus amigos, que conocen a su vieja? Me lo explicó después y estaba apenado.
Su entusiasmo, por supuesto, se desinfló más rápido que un globo en una convención de cactus. Nos despedimos en el estacionamiento, de beso en la mejilla. Yo con una sonrisa juguetona y un brillo travieso en los ojos, le dije: “Adiosito tío, nos vemos pronto en casa de la abuela”.
Caminando hacia mi coche, no pude evitar reírme de lo absurdo de la situación. Fue un recordatorio de por qué no salgo con clientes.







