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Bajé la mirada y lo observé, también desnudo, varonil, cachondo. Con el palo erecto, enorme, apuntando a mí. Mirándome con las pupilas incendiadas de lujuria.
—Tócate. Quiero verte —me ordenó—.
En sus ojos brilló la chispa del deseo. Comenzó a jalarse el miembro lentamente; con su puño tomó ese enorme pedazo de carne endurecida y mientras miraba cómo me masturbé, se la jaló bruscamente.
Mis dedos hicieron magia, pronto comencé a sentir los escalofríos provocados por mi propia mano. Gemí a gritos. Él siguió masturbándose.
Me vine, desesperada. Él ahogó un suspiro y disparó sobre mis tetas un torrente de leche espesa.
Su semen resbaló por mis pezones. Él trajo una toalla y me limpió. Entre besos y faje, nos duchamos. Hoy habló menos, pero aún sin penetración, el sexo estuvo rico.
—¿Cuándo te veo de nuevo? —le pregunté, acostumbrada a sus llamadas recurrentes. Me gusta ver a Daniel, además de que es buen negocio tenerlo como cliente recurrente.
—Pronto. Mañana regreso a casa.
Entre tantas conversaciones y confidencias, no me había dicho que vive en Tijuana, estaba aquí para la organización de un evento y sus viáticos le permitían darse estos gustos. Mañana vuela de regreso. Igual promete volver. Sé que así será. Me queda claro que con el que nos despedimos no es, ni de lejos, el último beso que nos damos.
Hasta el martes, Lulú Petite.