Para añadir insulto al daño y motivo al insomnio, comenzó la comezón de sus picaduras, cada una un recordatorio de mi derrota.
En la mañana, cuando fui a atender a Miguel, un cliente, iba cansadísima. Apenas entré y me recibió con un beso. Yo venía tan fulminada que ni conversación hice.
Simplemente me dejé coger. El me comenzó a desnudar de manera impulsiva, sin dejar de comerme la boca, me llevó a la cama, me tumbó en ella y, ya desnudos, metió su cara entre mis piernas.
Lamió mi sexo con maestría y, después de un rato, se puso un condón y me la metió.
Se movía rico. Me hizo el amor por un rato hasta que lo escuché gemir. Se clavó a fondo y disparó en el condón toda su artillería. Se quitó el hulito, lo tiró al cesto de basura y se recostó junto a mí. Me quedé profundamente dormida.
Desperté una hora después y lo vi ya vestido. Tuve que explicarle. Estaba terminando de contarle a Miguel mi batalla nocturna contra el escuadrón de mosquitos, cuando sin decir palabra, bajó a su coche y, unos segundos después, subió con una sonrisa triunfal y una raqueta eléctrica, de esas que venden en los semáforos, diseñada para “asar” a esos insectos chupa sangre.
Mi primera reacción fue una mezcla de amor y alivio. “¿Dónde has estado toda mi vida?”, le dije, no a Miguel, sino a la raqueta, mientras la tomaba en mis manos como si fuera la pistola de John Wick.
Y aquí estoy, escribiendo esta colaboración y armada con mi amiga eléctrica, esperando el primer “bzzz”.
Hasta el jueves,