Te siento. Mis gemidos no me dejan ocultar el placer que provocas. Bajo la mano hasta dar con tu miembro endurecido. Te lo jalo despacio. Tú me sigues comiendo la boca.
Tus besos suaves, amorosos, sazonan deliciosamente el trabajo experto que me estás haciendo con los dedos.
Siento de pronto cómo se me calientan las mejillas, mis piernas tiemblan, la respiración se me corta, las pupilas se dilatan y un estremecimiento salvaje me recorre el espinazo como una descarga eléctrica.
Mi orgasmo es espectacular, lo siento en cada molécula de mi cuerpo. Quiero gritarlo, pero lo ahogas en un beso que me invade hasta la garganta. Quedo tendida en la sábana, indefensa, temblorosa, incapaz de moverme, todavía asimilando los residuos eléctricos de mi orgasmo fulminante.
Tú te incorporas sobre la cama, de rodillas, estiras la mano y tomas el condón del buró.
Vistes tu miembro duro con el látex y me miras allí tendida e inmóvil, respirar entrecortado, mirarte pidiendo clemencia.
Separas mis piernas y me la clavas. Vuelves a besarme mientras me penetras.
Te mueves en mí como un animal, como un salvaje. Yo me dejo. Lo disfruto tanto. Te abrazo, meto mis dedos en los cabellos de tu nuca, atrapo tu beso, siento tus embestidas, disfruto cuando te vienes y llenas el condón con tu orgasmo. Entonces, atrapo tu cabeza y, con un beso, ahogo como tú a mí, el grito de tu orgasmo.
Quedamos tendidos. Mirando al techo.
—¿Que se repita?— sugieres mirándome a los ojos, lascivo.
Volvemos a empezar.
Hasta el jueves, Lulú Petite