Julio, conocido como “El Loquillo”, ha pasado 23 años en prisión. Más de la mitad de su vida ha transcurrido entre penales, violencia y tráfico de drogas. Su historia es un reflejo de cómo la falta de oportunidades, el entorno y las decisiones lo llevaron a un camino del que tardó décadas en querer salir.

Su impactante historia fue visibilizada por Saskia Niño de Rivera, a través de su Podcast, Penitencia.

Nació en una familia de cuatro hermanos: tres hombres y una mujer. La pobreza y la ausencia de un padre marcaron su infancia. Su madre, obligada a salir a trabajar, los dejaba solos, y pronto Julio y sus hermanos encontraron en la calle y en la delincuencia, un refugio. Su primer acercamiento a la cárcel no fue como preso, sino como visitante. De niño fue a Barrientos a ver a su hermano, y esa imagen se quedó grabada en su mente. Tiempo después, él mismo estaría tras las rejas.

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A los 17 años ingresó a la Quinta del Bosque, un centro para menores en conflicto con la ley. Su carrera delictiva empezó con robos pequeños, pero rápidamente escaló a delitos más graves. Se especializó en robo a negocios, gasolineras y tráfico de drogas dentro de la cárcel. Utilizaba a sus parejas para introducir sustancias, logrando que algunas de ellas pasaran medio kilo de marihuana en una sola ocasión. Para él, traficar siempre fue parte de su vida.

En 2011, su mundo cambió. Fue detenido por delitos contra la salud junto con su novia de 17 años, quien intentó ingresar droga al penal para él. Pagaron para que ella saliera, y ese momento lo marcó. Se había enamorado y quería cambiar.

Logró salir en 2014 con una preliberación, pero la vida afuera no le dio tregua. Un año después, lo detuvieron nuevamente por homicidio y robo. Regresó a Barrientos, luego a Texcoco y Jilotepec.

La muerte de su hermano lo arrastró más al abismo. En 2014, miembros de La Familia Michoacana lo buscaron para trabajar con ellos. Se resistió, pero después accedió. Duró un mes dentro del cártel hasta que fue detenido nuevamente. Aunque no cometió el crimen por el que lo arrestaron, su historial y sus conexiones lo colocaron en la mira de la justicia.

Padre de ocho hijos, Julio siempre trató de compensar su ausencia con dinero y bienes materiales. Nunca dejaron de recibir apoyo económico, pero él sabe que eso no sustituye su presencia. Hoy, sus hijos no lo visitan. Sabe que les falló, no porque no los ayudara, sino porque no estuvo físicamente con ellos.

Ahora, con 51 años y una posible salida el próximo año, su perspectiva ha cambiado. Ha vivido la brutalidad de la cárcel en motines, golpizas y violencia extrema. Tiene cicatrices que narran su historia: dos cirugías dentro del penal y un escopetazo en la pierna. Antes adoraba a la Santa Muerte; hoy su fe es en Dios.

“Siempre toda mi vida trafiqué, hoy duermo tranquilo”, dice con firmeza. Después de décadas de encierro, de vivir al límite, dice que ya se cansó. Si logra salir, quiere predicar su historia, contarle a otros lo que vivió para que no cometan los mismos errores. “Hasta que no tocas fondo, no aprendes”, dice. Él ya tocó fondo, ahora quiere encontrar un nuevo camino.

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