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Por: Alhelí Salgado
A las cinco de la tarde, las familias barren, cortan las hierbas crecidas en las lápidas, limpian los retratos, los epitafios y los nombres de sus muertos. Entierran arreglos costosos y esparcen pétalos de cempasúchil. Comparten de mano en mano la comida favorita de sus fallecidos, se pasan caguamas, le dan dulces a los niños que piden calaverita y reciben a los norteños y mariachis que vienen a cantar a los difuntos.
Dan las seis, el sonidero que contratan las familias ya hace las pruebas de audio porque los asistentes cambiaron la música de cuerdas por bocinas. Ingresan muchas personas, en su mayoría visitantes, no familias. Hay quienes se disfrazan de personajes de las películas de moda porque el Halloween invadió el panteón. Algunos de los más jóvenes están de acuerdo, pero otros, los mayores, no.
“Venimos casi 24 personas, de abuelos a nietos. Hay que tocarles el corazón a los niños, que sepan que es una bonita forma de recordar a los muertos.
Visitantes externos. Además de los extranjeros curiosos, personas de la tercera edad merodean las tumbas, llevando de la mano a sus familias para, a través de la enseñanza, resistir al olvido de uno de los días más importantes en la cultura mexicana.
“Estamos de acuerdo en que se modernice para que vengan más personas como antes, pero también queremos respeto de los turistas”, pide Michelle Rodríguez, que asiste con sus hermanos de menos de 40 años a visitar a su papá.
La noche avanza y empiezan los alumbrados y la gran velada tiene muchas horas por delante.







