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A Sergio todos lo conocen como “El Perro”. No por agresivo, sino por leal. Desde niño se ganó ese apodo por su forma de ser: directo, fiel a los suyos y enemigo de la traición.
Fue criado por sus abuelos, quienes lo protegieron y educaron con cariño. En casa nunca faltó techo, comida ni escuela. Se sentía seguro, aunque con una presión constante: no decepcionar. Su padre le decía: “hagas lo que hagas, tienes que ser el más chingón”.
Era buen estudiante, pero confiesa que no sabía lo que realmente quería en la vida. Solo sabía que necesitaba pertenecer. Y eso, a veces, pesa más que cualquier plan de futuro.
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El primer quiebre en su vida vino con una relación que terminó en traición. A los 18 años, Sergio se casó con una mujer que había sido víctima de violación. El saber lo que le había pasado fue algo que llenó de coraje a “El Perro” profundamente.
Más tarde, vivió esa traición que lo rompió: lo engañaron, y sintió que su mundo se caía. En medio del dolor, intentó quitarse la vida. A partir de ahí comenzó a rodearse de personas peligrosas.
“No me meto con nadie, pero si se meten conmigo, mis respuestas son agresivas”, dice.
Un día, un hombre le ofreció trabajo en un rancho. Ahí conoció a personas vinculadas con el crimen. En paralelo, su vida personal se enredaba más: su hermano, con quien no había crecido, pero por quien daría todo, se involucró en problemas graves. En una noche caótica, tras una fiesta y muchas dudas, una mujer apareció muerta.
No hubo evidencia directa, pero los rumores apuntaron hacia el grupo. Luis, un amigo cercano, acusó anónimamente a Sergio y a otro compañero, posiblemente para protegerse a sí mismo y al hermano de Sergio, quienes habrían estado más involucrados.
Sergio terminó enfrentando un proceso legal de 11 años. Lo condenaron a 42 años por homicidio y violación, a pesar de que la autopsia de la mujer descartó signos de violencia sexual y atribuyó la muerte a un atropellamiento.
Para él, lo más duro no fue la cárcel, sino ser castigado por proteger a su hermano. Asegura que nunca mató a alguien que no lo mereciera y que, de haber querido morir, no habría escogido la cárcel.
“Para mí, estar aquí fue conocer la verdadera libertad. Por primera vez, nadie esperaba nada de mí”.
Dentro del penal ha aprendido a convivir con su rabia, aunque admite que aún llega a actuar agresiva e impulsivamente.
“O pego o me pegan a mí”, dice, no con orgullo, sino con resignación.
Lo que más le duele no es el encierro, sino el silencio: la falta de justicia, la traición de quienes sabían la verdad y se callaron, y el abandono de su familia. Sergio no se pinta como víctima, pero tampoco se asume como el monstruo que su expediente describe. Solo quiere que alguien escuche su versión. Porque, para él, contar su historia no se trata de limpiar su nombre, sino de recuperar algo que perdió hace muchos años: su voz.