De Itzel Nayeli a “La Degolladora”: Su trágica historia

Su familia asegura que ella quería una “vida mejor”, pero los maltratos de su pareja la convirtieron en lo que ahora es

(Foto: Guillermo Perea, El Gráfico)

Viral 27/10/2015 10:33 Yara Silva Actualizada 19:43
 

A Rafael lo sedujo la mirada joven de Itzel. Ella, casi adolescente, serena y callada, escondía detrás de esos ojos oscuros el rechazo y a la vez el interés por ese hombre que la transformó en “La Degolladora”.

Han pasado tres años desde aquel día en que Rafael vio a una vendedora de dulces deambular por el paradero de Chimalhuacán. Era esbelta, de piel canela, piernas largas, pelo lacio y negro como su mirar. En cada paso llevaba la timidez de esas mujeres que recién dejaron la pubertad y la huella de seducción de quien se estrena en una vida adulta.

Él, chofer de Chimecos y camionetas, no perdía oportunidad para cortejar a la mujer. No había noche en que Rafael no esperara a que la joven regresara a casa tras sus días como dulcera ambulante en el Metro.

A ella, él no le interesaba. Tenía 17 años y un reciente embarazo malogrado le había arrebatado un futuro como madre y esposa de un hombre que al saber del aborto la abandonó. 

Nadie los ha escuchado

La historia la narran tres de los 12 habitantes de esa casa: el tío, la prima y el padre de Itzel. Han aceptado contar la vida de “La Degolladora” porque a ellos nadie los ha escuchado. No hay persona, dicen, que se haya acercado a esa vivienda la calle Ignacio M. Altamirano en busca de una declaración. Por eso abren la puerta para dar voz a Itzel Nayeli García Montaño. Al fondo, detrás de una sábana que pende del techo para impedir las miradas de fotógrafos y curiosos se escuchan el murmullo de los cinco niños y seis adultos que ahí viven.

La familia abre y cierra esa cortina. La abren para mostrar que son “gente de trabajo”. La cierran para ocultar el hacinamiento en el que creció Itzel. 

Entre ese abrir y cerrar dejan ver que la habitación de los niños es también comedor y cocina. Cuatro colchones sucios son a la vez los sillones de una sala inexistente para mirar televisión. Sobre un mueble, la televisión con sus imágenes y sonidos presume una vida de residencias enormes, de calles sin polvo y sin montañas de basura, autos de lujo y familias felices.

Víctor, su tío, calla cuando toca hablar de felicidad. Pero Ana, la prima, dice que Itzel era infeliz en ese espacio pequeño del barrio Labradores. Que no le era suficiente haber visto a su padre y su tío fincar la pequeña casa de concreto y piso de cemento. Dicen que ella olvidó lo que era vivir en paredes de cartón, techos de lámina y piso de tierra. 

Desdeñaba el ejemplo de sus abuelos paternos que 40 años atrás llegaron a fincar una casa cuando Chimalhuacán estaba entre cerros de basura. Itzel tenía otro plan para ella: vivir en una casa con recámara propia. Tal vez el haber llegado sólo el tercer año de la primaria le impedía lograr su propósito.

Se transformaba

Ana sabe de las carencias de Itzel y habla de ellas como si doliera la penuria. Dice que su prima reclamaba “una vida mejor” y perderse en el aroma del solvente era su manera de eludir su realidad. Pero dice: “Aquí en Chimalhuacán ¿quién no se monea?”. Para Ana es usual ver a los adolescentes drogados por el solvente. También era común la imagen de Itzel transformada por la droga. Se alteraba, olvidaba a la adolescente tímida y callada y daba vida a una mujer desinhibida y agresiva.

 Por eso aquella mañana de septiembre, al recibir la llamada de su prima, Ana supo que ella había inhalado solvente. Era una voz casi perdida que pedía ayuda, que decía que su novio le exigía dinero, que la golpeaba y que ella, con un cuchillo, se defendió. A Itzel la buscó su familia y la encontró en la casa que compartía con Rafael. Era su hogar, un techo en el mismo Chimalhuacán, el lugar con habitaciones que había deseado de adolescente y al que llegó por conveniencia. No era secreto que ella aceptó un noviazgo con un hombre mayor, que no la atraía y al que rechazó por meses, para lograr salir de casa.

También se sabía que esa relación de pocos meses desmejoró cuando Itzel aceptó mudarse al domicilio de Rafael. Dicen que las discusiones por dinero empeoraban cuando el hombre reclamaba un hijo que ella no podía tener.

Las marcas en el rostro eran evidencia de que la pareja peleaba y que Itzel se defendía. Pero de las otras agresiones el padre del Itzel no cree nada. 

Se niega a pensar que su hija tenga la fuerza para someter a un hombre y ensartarle un cuchillo. El decir de las víctimas es otro. 

Uno de ellos es Antonio, un vecino de Itzel, que con su mano intenta cubrir la herida que le pinta casi todo el cuello. Él cuenta que es habitante de Chimalhuacán desde antes de que Itzel naciera. En esos terrenos invadidos por la basura Antonio nació, creció y tuvo hijos. 

Conoce las calles y a la gente de Chimalhuacán como si fueran su casa y su familia. Por eso sabe de Itzel, de sus padres, tíos y abuelos. Los conoce porque además de ser vecinos son compañeros de trabajo en un negocio de lavado de coches. 

A ella la recuerda como una niña que cuidaba de sus hermanos todos los días. Antonio coincide con el decir de Ana: Itzel era una niña callada, tímida y solitaria. Conocerla desde niña hizo que el hombre reconociera su rostro como el de la mujer que la mañana de septiembre le cortó el cuello.

 No la denunció porque “era acusar a la sobrina de un compañero de trabajo y vecino de toda la vida”. Pensó “que era la agresión de una adolescente perdida en la droga” y que no era necesario acusarla. 

Pero tras ser atacado presuntamente vinieron más agresiones. 

El hombre cambió de opinión cuando lo llamaron a una asamblea. La reunión entre líderes antorchistas y vecinos era para alertar a los habitantes de que existía una homicida serial que degollaba en Chimalhuacán. Armarse con palos y tubos eran las recomendaciones.

Antonio no entiende por qué la policía tardó en aprehenderla. Tampoco sabe por qué la buscaban lejos y no en el escondite al que Itzel huía desde niña para escapar del hacinamiento: la casa de su abuela.

Hoy, Itzel enfrenta tres acusaciones formales, está lejos de Chimalhuacán, pero no en el lugar que desearía estar.

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