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Por: Raymundo César
Para llegar a la costa, el aire debe atravesar las imponentes cadenas montañosas que separan el desierto de las áreas metropolitanas. Al pasar por los estrechos cañones y pasos montañosos, el aire se acelera, volviéndose más cálido y seco al descender, similar a cómo un río lento se convierte en rápidos al cruzar un estrechamiento.
Durante los vientos de Santa Ana, los niveles de humedad pueden descender a porcentajes de un solo dígito. Esta extrema sequedad convierte la vegetación —tanto viva como muerta— en combustible altamente inflamable. Las ráfagas intensas de viento pueden avivar una chispa, como la de una línea eléctrica caída, hasta convertirla en un incendio que se propaga rápidamente. Este fenómeno está relacionado con algunos de los incendios forestales más destructivos en la historia del sur de California.
Se cree que el nombre de estos vientos está relacionado con el Cañón de Santa Ana, en el condado de Orange. Sin embargo, también existen otras teorías y apodos, como “vientos del diablo”, que persisten en la cultura popular.
Los vientos de Santa Ana pueden despejar la contaminación urbana, regalando vistas espectaculares, pero también resecan la piel, los labios, la nariz y la garganta debido a su falta de humedad. Este fenómeno incluso afecta emocionalmente. En su cuento “Viento Rojo”, Raymond Chandler describió sus efectos:
“Esa noche soplaba un viento del desierto. Era uno de esos vientos de Santa Ana secos y cálidos que descienden por los pasos en las montañas y te rizan el cabello, te ponen nervioso y hacen que la piel te pique”.