Pedro es marino mercante. Había surcado los mares con un solo faro en su corazón: Ana, su novia. Cada ola que golpeaba su barco era un recuerdo de sus caricias, cada estrella en el cielo nocturno, un guiño de su mirada. Ocho meses de viaje.
Pero el mar, cómplice de secretos, guardaba silencio. Cuando pisó tierra y volvió a casa, Ana no estaba. En la ausencia de Pedro, Ana se reencontró con el exnovio y volvieron. No quiso decírselo por mensaje, así que lo supo pisando tierra y con ocho meses sin haber probado el cuerpo de una mujer.
Con una sonrisa irónica, Pedro dijo: “El mar enseña a navegar tormentas, pero nunca a anclar amores”.
Y así como quien comprende que el amor es impredecible, decidió llamarme.
Me hizo el amor con furia. Sacando el rencor por los cuernos, lamentándose de lo que pudo ser, de no haber puesto mares de distancia, disfrutando de mi piel, de mis huecos, de mi sexo, de mis besos. Sacándose del alma ocho meses de ganas.
En el motel, con nuestros cuerpos desnudos, Pedro reía contando su historia. Había aprendido que, en el juego del amor, a veces, se gana y otras, se aprende. Cada puerto es un comienzo y cada adiós, una historia. Después de todo, el amor y el mar tienen en común la incertidumbre de sus mareas y la promesa de nuevos horizontes.
Hasta el martes, Lulú Petite.