Digo cochinota, porque le gustaba el sexo rudo. Que lo amarre, que le ponga esposas, que le dé cachetadas, le escupa en la cara, le pellizque los pezones y le apriete los tanates.
Claro, en el restaurante, antes de subir a la intimidad, nos portamos civilizadamente. Se porta sumiso, pero no masoquista. Me cuenta del negocio que cerró y de cómo van las cosas; eso sí, tiene terminantemente prohibido mirarme a los ojos mientras cenamos. Prohibición que, obviamente, se puso él mismo.
Entramos al elevador. Subimos a la habitación y, apenas cierra la puerta, se pone en cuatro y gatea hasta la cama, o se queda en el piso para dejar que yo lo maltrate.
Desde luego, todo es un juego y, aunque sí le doy sus nalgaditas y lo trato como a mi puerco, todo es ligero y en un ambiente de respeto. Eso sí, muy bien pagado.
Cual sería mi sorpresa cuando esta mañana, estoy desayunando en un restaurante de Chapultepec y, de pronto, entra mi viejo marrano acompañado de una señora (seguramente su esposa) y dos chavitos adolescentes (sin duda sus hijos) idénticos a él.
Se puso rojísimo y escogió una mesa muy lejos de la mía. Sé que es masoquista, pero no lo quise hacer sufrir (gratis). Apuré mi desayuno, pedí la cuenta y me fui. Estoy segura de que llamará. Siempre que me topo a un cliente en la calle, pronto llama.
Hasta el martes, Lulú Petite