Le di lo mejor

Sexo 03/05/2018 05:18 Lulú Petite Actualizada 19:37
 

Querido diario:  En la semana. Juanjo, un cliente muy querido y de mucha confianza me dijo que me hablaría un hombre de nombre Enrique.

—Trátalo bien, Lulú —agregó—. Se lo merece.

—Todos mis clientes se merecen lo mejor —contesté.

Dos horas después Enrique llamó. Le expliqué sin aspavientos:

—Trato de novios, con besitos y cariñitos muy ricos. Todo el sexo vaginal y oral que quieras en una hora, siempre con condón.

Esa misma tarde estábamos frente a frente en su habitación. Es alto y elegante. Atractivo.

—No suelo hacer esto… —dijo al presentarse. Algunos lo hacen, como justificándose frente a la última que le pediría cuentas sobre sus hábitos sexuales. Sonreí. Tal vez adivinó en mis ojos que no lo juzgaba ni hacían falta explicaciones. Para eso estoy, para hacer lo que ellos “no suelen”.

Hablamos poco. Enrique venía con ganas y yo flojita y cooperativa. Nos besamos. Despacito, nuestros labios se comieron. Un calambre recorrió mi piel cuando sentí que su sexo crecía bajo la tela de su pantalón.

Mi mano se encargó de terminar de pararlo. En un arranque de pasión, empezamos a desvestirnos. Mientras nuestra ropa volaba, nuestros cuerpos desnudos rodaban por la cama. Un torbellino de sábanas, brazos y piernas nos atrapó en su epicentro. La temperatura no tardó en subir. Con la piel chinita, el pecho brincando de ansias y todas las ganas posibles, me rendí a sus avances y a sus ágiles besos.

Sus brazos me rodearon y ahí, completamente entregada, supe que fue mi perdición. Enrique puso mis pezones en su boca, lamió suavemente y gimió (o gruñó) bajito, lo que me hizo encender aún más. Enterré mis dedos en su cabellera frondosa, me aferré a ella y sentí el primer embate. Cuando me penetró, grité de placer. De repente la cama comenzó a brincar al ritmo de su vaivén. Abrí más las piernas y lo tomé por la cintura, clavando mis uñas suavemente en su piel, jalando más su cadera hacia mí. Sentía que me derretía, que me convertía en una cascada. Sus manos trazaban senderos candentes en mi piel, al tacto me ponía temblorosa de una manera que disfrutaba enormemente, como un ecalofrío muy rico.

Rodamos y nos enredamos con la sábana, nos acoplamos en una danza cachonda, estrujándonos con ganas. Terminé encima de él, cabalgándolo a galope con los pies bien apoyados en el colchón, las nalgas elevadas sobre su ingle y agarrándome del tope de la cama. Arqueé la espalda y me meneé rapidito, haciendo rebotar mis nalgas e incrustándome hasta lo más profundo. Sentía su curvatura tiesa, como de arco de roble, sus venas bombeamdo a medida que me penetraba.

Clavé las uñas en su pecho cuando lo presentí. El volcán vibraba en mí, entre mis piernas húmedas, lo sentía proyectar esa fuerza animal antes de botarlo todo. Enrique me apretó por la cintura y empujó desde abajo, alzando su cadera hasta levantarme un poco y enterrarse en lo más hondo de mi umbral.

Cuando se relajó, fue como si volviera en sí. El rubor se le bajó y volvió a su color natural. 

—¿De donde conoces a Juanjo? —Le pregunté cuando nos despedíamos.

—¿A quién? —Respondió extrañado.

—A Juanjo —repetí—. El que te recomendó llamarme.

—Nadie me recomendó, te vi en Twitter —Dijo.

Era otro Enrique. No lo podía creer.

El amigo de Juan José llamó al día siguiente. Nos vimos en otro hotel y, aunque la pasamos de maravilla, la química fue distinta, menos explosiva. El Enrique  de Juanjo estaba de paso y voló después de vernos. El otro, el mío, al que conocí, me llamó de nuevo. Quizá lo vuelva a ver. Por eso siempre hay que dar lo mejor cuando atiendes a alguien, no importa tu oficio o profesión; todos deben ser tratados como el mejor.

Hasta el martes, Lulú Petite

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