Santaclós se jubila cada Navidad

18/12/2014 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 16:12
 

 

La gente   llevaba las manos en los bolsillos, debido al frío, y yo observaba todo desde aquella oficina.  Recuerdo que me dirigía discretamente a la puerta cuando entró Mariana, la secretaria de mi jefe. “¿A dónde, a dónde?”, cuestionó con una sonrisa y me enseñó dos botellas de whisky que había sacado del coche del patrón. ¡Vale gorro navideño!, pensé, esto va para largo.

En ese justo momento llegó Ariel, mi jefe en aquella oficina de gobierno. Podría decir que llegué a la burocracia porque me recomendó un tío con muchas ‘palancas’, pero la neta es que acepté ese empleo espantoso porque el hambre es cabrona. Lo bueno es que sólo estuve de paso, en lo que encontraba algo mejor pagado.

El punto es que llegó Ariel y me tomó del brazo: “Mi Rober —con lo que me caga que me digan Roberr—,  vente a echar un whiskol conmigo”. Y decía ‘whiskol’ como si sonara muy chingón. Meses y meses jodiendo a media oficina y el muy cabroncito nomás se toma unos tragos y ya se siente amigo, “que digo, amigo, mi hermano”, de cada uno de nosotros.

Siempre detesté aquellas “posadas”, que en realidad eran pedas disfrazadas porque no había villancicos, ni piñata, ni nada de eso. Pura botana, alcohol y baile. A mí siempre me ha gustado el desmadre, pero definitivamente no con los compañeros de aquella oficina. Como cada Navidad, nuestro jefe se pondría pedo y diría que el otro año nos iba a ir mejor o que habría más incentivos para los que le chingaran bonito.

Y don Luisito, el del aseo, sacaría a bailar a todas las secretarías con su frase típica de “ándele güerita, piérdame el asquito y vamos a bailar esa cumbia”. También Memo, el mensajero, bebería de más y acabaría acosando a Lucía, la de recursos humanos, aunque él argumentara que “sólo le estoy tirando la onda, en buena onda, carnalito”.

Como cada año, Betsabé pediría “un minuto de su atención” para brindar por “todos los que trabajamos aquí y también por nuestras hermosas familias. Feliz Navidad y Año Nuevo”. Carajo, que “familiar” nos salió, cómo si no supiéramos que se ha acostado con media nómina de licenciados. A mí me choca su peinado de flequito, su hipocresía y las faldas tan cortas que combina con medias caladas. Eso era ‘sexy’ en los 90, creo. Después ya era bastante decadente, por muy buenas piernas que tuviera.

Obvio que yo sólo esperaba que hicieran el intercambio de regalos, que era obligatorio, para largarme. Y había que chutarse el cada vez  más patético ritual de “que se lo ponga, que se lo ponga, que se lo ponga” y la broma habitual del compañero que le regala una tanga de elefantito al encargado de nóminas para luego recomponer “no, no es cierto, este es el chido” y el otro recibe la última “novedad” de Arjona. Me cai que estaba mejor la broma.

Yo ya ni sé qué es lo peor que me ha tocado en el intercambio de, “en promedio 200 pesos”, si el disco de “Los hits del año” o la bufanda a cuadros o los portavasos de perritos jugando billar. Así que en cuanto me dieron mi libro de “Frases para el fin del mundo” me dirigí discretamente a la puerta, pero no falta el que te descubre y te balconea. Así que esa noche decidí poner la más falsa de mis sonrisas y beber un par de tragos más. Mariana y yo tuvimos algo qué ver recién llegó a esa oficina, pero sólo fueron unas cuantas salidas y comprendimos que nos llevaríamos mejor como cordiales compañeros de trabajo. Además, mi jefe le echó luego luego los perros y a ella no le costó convertirse en su amante.

“Eres tan experto en fugas, que a veces me dan ganas de huir contigo”, me comentó esa noche una Mariana algo ebria. Yo sabía que ella se refería a su vida miserable, porque ya había comprendido que para Ariel ella nunca dejaría de ser su amante de los viernes en algún hotel de paso.

“No querrías escapar conmigo, porque a donde voy no hay lugar para carnavales”, le advertí en tono pausado. “Ay, siempre me ha encantado cómo hablas y las cosas que escribes”, suspiró Mariana. Carajo, ni modo que me sintiera halagado con las palabras de esa terrible admiradora de Toño Esquinca.

Antes de largarme de allí pasé al baño, me miré en el espejo y encontré un abismo en la mirada. Bajé la tapa, me senté en el retrete y recordé algo de Dante Guerra: “Santaclós debería jubilarse/ y malvivir con una pensión como la de mi madre./ Nunca recibí caramelos, ni la autopista tan soñada./ Así que desde niño me declaré en huelga de anhelos./ Ojalá los Reyes Magos dejen de comprar caprichos/ en el supermercado/ y regalen, en todo caso, niños más sanos./ Antes de que sea demasiado tarde/ y los pequeños sicarios dejen de matar en el PlayStation/ para disparar en las calles,/ a la vuelta de tu esquina”.

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