Maldita epidemia

Maldita epidemia

(Foto: Archivo, El Gráfico)

Vida 13/03/2020 09:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 15:00
 

Los he visto en los parques, saliendo de la fábrica, caminando en los andenes del Metro, afuera del cajero automático, subiendo al microbús, en la fila del cine y hasta delante del espejo. La ciudad está llena de cabizbajos y pareciera que estamos a punto de una epidemia de tristeza.

Sí, los veo cada día por las calles, por todos lados, rumiando su tristeza, lamentando su mala suerte, quizá sólo pensativos o tal vez con muchas cosas en la cabeza, pero allí andan de un lado para otro, unos con calma y otros no tanto, hombres y mujeres que parecen ir mirando el suelo mientras desmenuzan aquello que les preocupa o lo que les atormenta. Son muchos, son tantos, caminando con pasos lerdos, que me da la impresión de que pronto nos contagiarán su tristeza. 

Y aunque estudios recientes juren que “el 85 por ciento de los mexicanos dicen tener más experiencias positivas que negativas en un día normal (sentimientos de paz, por ejemplo, contra preocupación o aburrimiento)”, todos sabemos perfectamente que una de las tácticas más recurrentes para evadirse es el autoengaño. Lo sé yo mismo, que siempre estoy intentando entretener a mis monstruos internos con montajes de bajo presupuesto. Y funciona un rato, pero tarde o temprano se rebelan los muy desgraciados. Y no hay terapias de intervención, ni borracheras, ni poemas o libros ni melodías, mucho menos antidepresivos que puedan maquillar tanta miseria en nuestro optimismo cotidiano. Y nos vienen como traje a la medida los versos melancólicos de Roque Dalton, ese poeta valiente que murió tan joven y tan desolado: “Mi dolor tiene cara de rosa,/ de primavera personal que ha venido cantando./ Tras ella esconde su violento cuchillo,/ su desatado tigre que me rompió las venas desde antes de nacer/ y que trazó los días de lluvia y de ceniza que mantengo./ Amo profundamente mi dolor, como a un hijo malo”.

Basta ver las noticias para enterarse de tantas pandemias, de los días oscuros, del porvenir infectado de soledades. Basta ver las noticias para entender que las sonrisas no esconden la melancolía ni la tristeza. Por eso es que la gente se arroja a las vías del Metro, por eso es imposible no atormentarse cuando el futuro es un túnel frío como el alma de los usureros, como los intereses de la tarjeta de crédito, igual que el maldito sueldo que nos pagan por un empleo de tiempo completo. Lo dicho, hay suficientes motivos, para sumarse a ese ejército de cabizbajos que rondan por las calles. 

Los he visto por todos lados, con las manos en los bolsillos, con un cigarro en la boca, con la mirada opaca, con un rictus de amargura, con los pasos cansados, con los hombros soportando una pesada carga, con ganas de sentarse y mirar al cielo buscando aunque sea una respuesta a tantas cosas que les atormentan. Me he visto yo mismo, frente al espejo, con esta barba desprolija y los jeans gastados y estas ganas de encerrarme varios días esperando que se aplaque mi tristeza, que pase la pandemia, que se me cansen los demonios, que se me acaben las ganas de mandar todo al carajo. No, yo no pertenezco a ese 85 por ciento de los que mienten cuando dicen que su cotidianidad está poblada de momentos de paz y sentimientos de armonía. 

Aquel muchacho que no es correspondido, la mujer que solloza a solas, el padre de familia sin empleo, la anciana que se ha quedado sola, la esposa que cocina frijoles con huevo, el señor con diabetes, la joven con el corazón destrozado, la que es acosada por su patrón, el poeta sin libro, la ñora que vende quesadillas, el cantinero abstemio, el que limpia los baños, el alcohólico que no tiene remedio, el hombre que camina sin rumbo, el melancólico, el desesperado, el hombre que se habla de tú con la derrota… todos hacen un ejército, todos son una legión que no sabe de victorias. Todos ellos son los que caminan con la cabeza baja, con las manos en los bolsillos, con la mirada oscura, con un cubrebocas y el frío en los huesos. 

Todos, todos ellos, son los que caminan cabizbajos y nos contagian su tristeza, como si fuera una epidemia, como si este país y este suelo y esta tierra no tuvieran ya suficientes achaques. Sí, alguien debería emitir la alerta roja, antes de que se propague sin remedio esta epidemia de cabizbajos. 

Ya lo ha dicho Dante Guerra: "La tristeza es una maldita epidemia./ Todas las tristezas son contagiosas/ y por desgracia estamos expuestos a ellas./ Será mejor que extremes precauciones/ porque la tristeza mía, la tuya, la de todos,/ son un tremendo caldo de cultivo/ para enfermarse de todas las melancolías”.

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