Los graznidos de la derrota

(Foto: OSCAR ALTAMIRANO: EL GRÁFICO )

Al día 15/11/2019 10:08 Roberto G. Castañeda Actualizada 10:08
 

Aurora tiene una contradicción en la mirada: su tristeza es tan gris como sus rutinas. Aurora tiene mañanas como nubarrones y noches que no dan tregua. Ella se casó y fue abandonada muy joven, tuvo dos hijos varones que son el único motor que la hace caminar en automático. Con secundaria inconclusa y pocas opciones, Aurora es auxiliar de intendencia en una compañía de limpieza que es experta en evadir impuestos y la explotación laboral. Aurora tiene un porvenir que le grazna en los insomnios. Aurora quisiera sonreír con las cosas más simples, no sentir ese cansancio en las piernas y correr por el jardín con sus hijos pequeños. Pero no es así. Por eso llora cuando bebe cervezas, por eso los cuervos le aletean su tristeza cotidiana.

Germán es egresado de la universidad pública. Hace un año se graduó con promedio aceptable y la promesa de mejores oportunidades. Ha aceptado empleos de ocasión que nada tienen que ver con lo que estudió. En todos los trabajos le piden experiencia mínima de dos años, cuando ni siquiera encuentra la posibilidad de algo medianamente estable. Germán se siente como un cuervo, inmóvil sobre los tejados, a la espera de que algo pase: que llegue una tormenta, que se cimbre la tierra, que lo fulmine un rayo o que simplemente se le caiga ese negro plumaje.

Él ya no quiere sentirse perseguido por el mal agüero. Él, como Aurora, como tú, como tantos que nos cruzamos en los semáforos, ya no quiere sentir ese cuervo picotéandole el corazón todo el tiempo.

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Pinto cuervos frente a mi ventana, con acuarela y con tiza, con culpa y también con mis traumas. Pinto cuervos en mi ventana, graznando en parvada. Pinto cuervos en este lienzo infinito, con la cara de Poe y los bigotes de Dalí. Pinto cuervos surrealistas, oscuros como mi pretérito imperfecto y mi futuro indescifrable. Pinto cuervos con el rostro de mis culpas, de mis redenciones, de cada uno de mis remordimientos. Pinto cuervos deformes, amorfos, irreconciliables con mi pasado.

Trazo oscuras parvadas que aletean en mis ventanas, que me acechan los insomnios, que me atolondran por las tardes y también cuando despunta el alba. Dibujo cuervos graznando en mi funeral menos próximo, en el aquelarre danzante de mis defectos perfeccionados. Trazo aleteos ruidosos, dibujo ojos insomnes que atisban en los abismos de mi alma. Pinto cuervos de luto por el porvenir y por el presagio de mis noches en vela. Dibujo picos como lanzas, alas como infiernos, patas como garras. Dibujo cuervos en la ventana, como viento o como fuego, igual que tempestades.

Que alguien me salve de esta danza macabra, de estos ojos gélidos, de estos graznidos fúnebres, de esta maldición constante que es ser yo mismo todo el tiempo, demasiado tiempo: Ya no quiero más desvelos, ya no quiero estos remordimientos, ya no quiero pintar más cuervos frente a mi ventana.

Si no fuera por estas paredes acolchadas, de no ser porque no hay salida de emergencia, de no ser por esta camisa de fuerza, de no ser por los antidepresivos, hace mucho tiempo que ya hubiera emprendido el vuelo junto a tantos cuervos que vienen a graznar frente a mis ventanas. De no ser por Dante Guerra, hoy estaría menos cuerdo: “Siempre que sueño con cuervos/ es porque te presagio./ Sé que sobrevolaras mis desvelos,/ que llegarás en silencio/ a cubrirme con tu aletear oscuro,/ mientras agonizo lento/ por tu habitual desprecio./ Merecido lo tengo,/ este aleteo de cuervos”.

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