¡Que vengan los bomberos!

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(Foto: Archivo, El Gráfico)

Sexo 13/08/2019 05:18 Lulú Petite Actualizada 09:57
 

Querido diario: Te voy a contar una historia emocionante, al menos para mí y los que estábamos en el motel. El cliente de esa tarde es escultor. Bueno, uno de los clientes, pero ya llegaré a eso. Nos vimos el domingo. Yo no iba vestida como de costumbre, con putifaldita, tacones y esas cosas, sino con un overol de mezclilla, muy ceñido, una blusita coqueta, zapatillas cómodas y unas colitas en el cabello. Un look muy dominguero, digamos que coqueta y deseable, pero no tan puta como en una tarde normal de trabajo. Más con onda de noviecita ¿Me explico?

Él es escultor, pero de los chingones. Expone su trabajo en galerías importantes y es respetado en el mundo de las artes plásticas. Todos los artistas son sensibles, pero los escultores tienen su sensibilidad en las manos y en el dominio del volumen, supongo que por eso su forma de tocarme es tan disfrutable. Sabe moldearme como cera o arcilla y convertir mi piel y cuerpo en una pieza hecha de sensaciones y suspiros.

Es un hombre maduro, exitoso, inteligente, cariñoso, culto, atento y extraordinariamente divertido. Su conversación encanta. Me habló de su arte, de su familia, de su vida y de sus decisiones. Es soltero, no tiene hijos y le gusta disfrutar la vida al máximo.

En la cama es espectacular. Tiene la vitalidad de un veinteañero. Sus besos son deliciosos. Me quitó la ropa poco a poco, zafó los tirantes, metió sus manos por mi blusa, apretó mis senos, bajó por mi espalda y mientras sumía sus manos bajo mi lencería, hizo que cayera mi overol al piso, todo eso sin dejar de besarme.

Me llevó a la cama y siguió besándome, mientras sus manos exploraban mi piel desnuda como si fuera el mármol frío de una reciente escultura. Metió sus manos entre mis muslos, separó mis piernas, tocó mi sexo. Lo deseaba en ese momento con locura. Sentí el contorno de sus dedos divirtiéndose con mi piel y no deseaba otra cosa que sentirlo dentro.

Hicimos el amor deliciosamente. Él estaba dentro de mí, besando mis labios, moviéndose con buen ritmo, mientras yo abrazaba su espalda, cuando de pronto ¡zas! Se apagan todas las luces.

Supusimos que había puesto mal la tarjeta magnética. Cuando eso pasa en los moteles, se desactivan las luces, así que no le dimos importancia y seguimos cogiendo.

Después del orgasmo y la charla postcoito, era hora de tomar una ducha. En lo que yo me metí a la regadera, él se levantó y fue a poner bien la tarjeta. ¡Oh sorpresa! No era la llave. De plano no había luz en la habitación. No le importó y seguimos conversando a grito pelón, porque yo me estaba duchando y él se había recostado de nuevo. El caso es que seguimos risa y risa.

A mí me había estado marcando otro cliente, un chico con quien había quedado también para esa tarde y que ya me esperaba en otra habitación del hotel, así que cuando salí de la ducha y me vestí, le regresé la llamada.

Me había hablado para confirmarme el número de habitación que tenía, pero después de saludarlo le pregunté:

—¿Tienes luz?

—No. No hay luz en todo el hotel.

—Caray, entonces mejor no subo.

—Ah, okey, contestó, como estando de acuerdo, pero buscando alguna alternativa. Aproveché para averiguar más.

—¿Y sabes por qué no hay luz?

—No sé, pero veo que hay un montón de humo. Algo se está quemando allá abajo. (Se me hicieron yoyo los calzones).

—¿Cómo que se está quemando? Pregunté alarmada.

—Pues no sé cómo, pero desde aquí se ve mucho de humo y están los bomberos.

Me asomé a la ventana y allí estaba: Un camión de bomberos y humo por toda la recepción. No te cuento el susto. Le dije a mi escultor del incendio y abandonó la ducha rapidísimo, nos vestimos como pudimos, agarramos nuestras chivas y salimos al pasillo. Lo que pasó entonces, te lo cuento el jueves, que aquí ya no cabe...

Hasta entonces, Lulú Petite

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