Querido diario: Caminé hasta su habitación, toqué a su puerta. La entreabrió despacio. Asomó medio rostro, apenas un ojo, y fue como si me escaneara de arriba abajo.
—¿Joaquín? —pregunté.
Entonces abrió la puerta completa con una expresión entre la sorpresa, nerviosismo y agitación.
—¿Puedo pasar? —pregunté.
—Cla… Cla… Claro —tartamaudeó. La tele estaba encendida. Sus zapatos y calcetines estaban en el piso, perfectamente alineados con los pies de la cama. Joaquín estaba nervioso. Intentaba hacerme plática y al mismo tiempo miraba la tele sólo para evitar contacto visual.
Joaquín es alto y delgado, de ojos cafés que, a contraluz, dan la impresión de ser ambarinos. Volteó su rostro y me miró a los ojos. Entonces hice un gesto pícaro, como alzando los hombros, dándole a entender que no fui hasta allí a ver tele. Pero cuando tomó el control para apagarla, lo detuve.
—Déjalo —dije casi como en un susurro—. Que sea nuestra música de fondo.
Me acerqué a él, para aliviar su nerviosismo y comenzamos a juguetear con la escasa distancia que acortábamos. Dirigí una de sus manos hacia mis tetas mientras le desabrochaba el cinturón.
—Primero tócame —le pedí.
Era torpe e indeciso al principio, pero no tardó en tomar la confianza necesaria y seguir sus instintos. De repente estábamos en la cama, haciendo que nuestros cuerpos se conocieran a medida que íbamos desnudándonos.
Su piel era rugosa, viril, velluda. Su quijada era prominente y dura, me gustaba, cuando hurgaba en mi cuello y en mi pecho para darme besos, lamerme y chuparme. La piel se me puso de gallina cuando puso su mano en mi entrepierna y empezó a rozar con sus dedos gruesos, sobre mi tanga, el botoncito rozagante de mi clítoris.
—No pares —gemí.
Joaquín pasó de la timidez a la iniciativa. Me acostó como un coral sobre la cama y empezó a darme besos por todas partes sin dejar de masturbarme y estimularme con sus manotas varoniles. Se llevó uno de mis pezones a la boca y empujó su cadera contra la mía. Sentí el punzón redondo de su pene erecto, listo para perforarme. Se forró el tallo completito y embistió con su arsenal contra mí. Encajó la punta hinchada de su macana y con un leve empujoncito encontró el camino, húmedo y dispuesto, a mis entrañas.
Cuando lo enterró todo, empezó a menearse al ritmo de su deseo, haciendo rebotar sus bolas gordas contra mis nalgas. Mis gemidos se confundieron con sus gruñidos y el roce de nuestros pechos recreaba el gusto de nuestra cercanía Lujuriosa y encantada por Joaquín, repetí que no se detuviera, que siguiera cogiéndome así, más rápido, más duro.
Joaquín cumplió su cometido, y ambos llegamos al éxtasis.
Hasta el jueves, Lulú Petite