Así se usan las esposas para reventar de placer
(Foto: Archivo El Gráfico)
Querido diario: Aún me estremece recordar tus labios, tu lengua, tus manos, tu boca, tu piel. El calor de tu aliento murmurándome al oído las cosas sucias y deliciosas que ibas a hacerme. Las mil y una formas en las que pensabas cogerme, ponerme en cuatro, con las rodillas ancladas al colchón y las manos apretando duro las sábanas para sentir, en toda su profundidad, cómo inyectabas cada centímetro de tu virilidad en mi sexo empapado y hambriento.
Pero eso vino después. Primero me dejaste prepararte. Me entregaste las esposas y su única llave. Puse la llave en tu boca, vendé tus ojos, te esposé las muñecas y las atravesé en la cabecera. Con los brazos en alto y desnudo estabas a mi merced.
Comencé por hacerte cosquillas, soplé en tu pecho, lamí tu cuello, bajé por tus hombros, tus brazos, pellizqué uno de tus pezones y gemiste, puse mi mano en tu boca para callarte, mientras te mordía el otro. Mis manos bajaron por tu abdomen, me encontré el vello de tu pubis, llegué a tu sexo, estaba duro, crecido, enorme. Lo empuñé y comencé a masturbarte.
Te puse el condón con la boca y te la chupé riquísimo. Me encantaba verte gemir, oírte decir mi nombre, mientras trepaba por tu cuerpo. A horcajadas, sosteniendo tu miembro hacia mi centro, me senté en él y me clavé toda.
Cuando saqué la llave de entre tus dientes y te liberé de las esposas, entonces sí: me pusiste en cuatro, con las manos apretando duro las sábanas. Sentí entonces, en toda su profundidad, como inyectabas cada centímetro de tu virilidad en mi sexo empapado y hambriento.
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Hasta el martes, Lulú Petite