Las resacas del alma

manual para canallas

(Foto: Archivo, El Gráfico)

Al día 18/04/2019 10:04 Roberto G. Castañeda Actualizada 10:04
 

Una foto hecha trizas en el sillón, los perfumes en el bote de basura. Y sobre la mesa un trozo de papel que sólo decía “por eso canción llévame lejos, dónde nadie de acuerde de mí”. Para redondear la escena, en el estéreo sonaba la misma canción de Babasónicos. Vale madres, pensé, ya sólo falta que en la pared de la recámara esté grafiteada una frase lapidaria, algo así como “odio tu catálogo de sonrisas”. Bueno, es que alguna vez eso me dijo Ana Luisa: “odio tu catálogo de sonrisas, porque sólo tienes dos en el muestrario. Tu sonrisa de siempre, la de las fotos, y la que te sale natural cuando estás feliz. A mí la única que me gusta es la segunda”. Desde luego, a mí tampoco me agrada mi sonrisa posada porque es tan falsa como las encuestas del PRI. Será porque no soy nada fotogénico. Será porque hay pocos motivos para sonreír. Bueno, el caso es que entré a la recámara y no había ninguna posdata pintada con carmín. Ya sé, reflexioné, seguramente me dejó un recado en el baño. Y no me equivoqué: en el espejo sobre el lavabo había una carita triste :-) marcada con lápiz labial. Carajo, esta mujer sí que veía demasiadas telenovelas. Y vaya que le encantaba dejar sus huellas dactilares por todos lados. Meses después de no saber nada de ella, buscando un poema en uno de mis libros encontré una nota: “Recuerdas cuando me leías a Jaime Sabines, mientras me acurrucaba en tu pecho. Sí, en ese mismo sofá donde tantas veces hicimos el amor. Lo extraño tanto. P.D. Si estás leyendo esto es porque ya no estamos juntos”.

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No cabe duda que hay mujeres que tardan demasiado en despedirse de manera definitiva. No sé qué chingados ganan con esos adioses por episodios. Mientras, yo dormía sin sobresaltos. Así que mi tranquilidad no era perturbada por sus posdatas entre los libros, ni por el arete perdido bajo el librero, mucho menos por los cabellos exiliados entre mi guardarropa, como tampoco por los eventuales mensajes en mi Facebook con la “única intención de saludarte, después de tanto tiempo sin saber de ti”. Así que dejé de responderle a la tercera o cuarta vez que me bromeó con lo mismo de “tu catálogo de sonrisas no se ha actualizado”. Ah y también odiaba sus despedidas con frases como “espero que ya hayas encontrado a la mujer que te haga sonreír siempre”. Como si esperara que yo le dijera: “Tú eres la única que me hacía sonreír”. Esas son Patrañas. “En eso ando”, respondía, “pero me conformo con un cuerpo que acariciar. Ya sabes cómo soy”. Y sí, efectivamente, remataba con su clásico “eres de lo peor”. Así que preferí ser de lo peor y dejar atrás el pasado. También me olvidé de sus insinuaciones de “cuando tengas ganas de echar chela y platicar, me llamas”. Primero: ella sabe perfectamente que no me gusta la cerveza. Segundo: si quisiera platicar llamaría a mi loquero.

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Ana Luisa parecía perfecta. Yo me conformaba con que no fuera tan celosa. Y me gustaba que coincidíamos en la música aunque por ahí tenía sus gustos culpables, como Camilo Sesto “porque a mi madre le encantaban sus canciones”, pretextaba. Ana sólo las escuchaba cuando le daba por beber de más, llorar un poco y ponerse melancólica. Siempre hablaba de lo mal que su padre trató a su jefa “por pendeja, porque nunca se atrevió a dejarlo”. La clásica historia del padre mujeriego y borracho. “No sabes cuánto sufrió mi jefa cuando él se fue. Decía que era el amor de su vida”, me platicaba. Ambos sabíamos que aquello no había sido amor, sino una codependencia extrema. Y también intuía que Ana Luisa seguía patrones muy marcados desde su infancia. Y yo tenía la certeza de que guardaba algún secreto que nunca quiso contarme. “Es que no sabes, en verdad no sabes lo que traigo adentro”, se justificaba. Siempre estaba queriendo sofocar algún infierno, apagar el fuego de un pasado en llamas, pero sucedía lo contrario: terminaba llorando, pidiendo que la abrazara. Y al otro día las excusas: “perdóname por los malos ratos. No sé que me pasa”. Era una alma fragmentada. Un alma con resaca. Y con un miedo terrible a estar sola. Siempre me pedía, de distintas maneras, que “no me vayas a dejar, tú no, por favor”. Pero como todas las historias que están construidas como castillos de palillos, terminó por derrumbarse. 

Lo nuestro era pasajero. Lo sabía ella, lo sabía yo. Yo que soy tan egoísta y con escasas sonrisas. Ella tan necia de aferrarse a un hombre con demasiados adioses en su antología. Ambos lo sabíamos de antemano: no teníamos futuro y nos quedaríamos con un catálogo de rencores. Tal vez el de ella un poco más variado que el mío. Por eso es que su despedida fue un tanto dramática. Y aún sigo encontrando huellas dactilares de su adiós, entre los libros de poesía, en el guardarropa, entre mis archivos muertos. Pero yo soy un hombre que no flaqueará jamás, como suelen decir los Estelares: "Los dos estamos hechos mierda,/ no nos podemos ayudar mi amor,/ es otra noche de esas.../ de recuerdos sin paz, corazón". 

 

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