Tintorería fue su infierno, vivía encadenada

La tortura de Zanduri inició cuando quemó prendas debido a que no dormía bien

Foto: Archivo / El Gráfico

La roja 28/04/2015 12:21 Actualizada 12:21
 

ZUNDURI aprieta los dedos. Tensa las piernas. Dice que la primera vez que la encadenaron fue porque sus patrones querían ocultar las marcas de tortura a los invitados de una fiesta. El recuerdo está fresco como las heridas que tiene en el cuello: esa madrugada, los dueños de la tintorería donde trabajaba, Leticia Molina y José Sánchez, la sacaron de la cama, la bañaron con agua helada y la obligaron a bajar del primer piso de la casa hasta la planta baja, donde estaba el local que se volvería su mazmorra.

Se estremece cuando narra que la propietaria del negocio le dijo, con una sonrisa burlona, que ella no podía ir a la fiesta por culpa de esas cicatrices, pero que tenía dos regalos para ella: una cadena gruesa y gris que rodeó por su cuello y un candado que sirvió para sujetarla a la herrería donde colgaban los vestidos de los clientas.

Ella sabía que si gritaba o pedía auxilio, le tocaría una tunda peor que las diarias, así que se resignó a escuchar en el piso de arriba la música y risas que salían del ‘babyshower’ de la mayor de las dos hijas de sus patrones.

Zunduri recuerda que lloró hasta que se quedó dormida. Cuando despertó, seguía encadenada y se preguntó cuánto tiempo más la dejarían así. Era imposible imaginar que esa larga madrugada de noviembre se extendería por dos años.

El próximo 9 de mayo, Zunduri cumplirá 23 años, aunque no los aparente. Parece que su cuerpo quedó en pausa desde los 15 años, cuando entró por primera vez a trabajar en la planchaduría, ubicada en la calle Izamal, en la delegación Tlalpan. 

Su presencia llama la atención por el metro y medio de estatura, combinado con su delgadez extrema, las quemaduras, las costras y las cortadas.

Zunduri no habla de sus padres; dice que esos recuerdos duelen mucho. Su historia la cuenta a partir de que dejó el segundo grado de secundaria y desesperada por salir de su casa, pidió a Leticia, la mamá de una compañera del salón, que le diera trabajo planchando ropa.

“Al principio era un buen trabajo. Me pagaban 300 pesos a la semana, pero yo vivía con la familia. Me daban de comer y dormía con ella (Leticia) y sus hijas en la casa, arriba de la planchaduría. Hasta le decía ‘mamá’”.

Pero aquello duró poco. A los dos meses, Zunduri conoció un chico y renunció al trabajo. Dos años después, ella volvió a la tintorería para pedir su antiguo empleo. La condición fue que aumentara el ritmo de trabajo y aceptó. “Pero cada vez era más trabajo. Dormía poco y me daban menos comida. Yo me quedaba dormida y sin querer quemé varias prendas. Y eso causó todo”.

Los clientes reclamaban a Leticia el reembolso total de la ropa y ella convertía esa pérdida en una deuda para Zunduri. Una camisa quemada significaba para la empleada tres semanas de trabajo sin paga y con agua y comida al mínimo. Esas condiciones le provocaban más errores y el crecimiento de una deuda imposible de pagar, por lo que huyó, pero la encontraron y la amenazaron con demandarla.  

Ese tercer regreso fue el infierno. Durante dos años no hubo día en que no la golpearan, aunque nadie era tan violenta como su “mamá”: le enterraba las uñas, le clavaba los ganchos de la ropa y la quemaba con la plancha. Por eso, cuando aquella madrugada Leticia y José le dijeron que tenían una sorpresa para ella, pensó que se trataba de su liberación. Lo peor apenas estaba por llegar.

Por Oscar Balderas

 

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