Honremos su leyenda

Hijo del Santo Hablemos Sin Máscaras

(Foto: Archivo El Gráfico)

Deportes 01/02/2019 11:02 El Hijo del Santo Actualizada 11:02
 

Todavía recuerdo el día que murió mi padre. Ese domingo 5 de febrero de 1984, la arena Zapata de Acapulco, en Guerrero, lucía repleta. 

Había un gran ambiente y llegó la hora de subir al ring. El Centauro, Aristóteles y yo dimos una gran lucha al derrotar en tres emocionantes caídas a Mario Valenzuela, Aristos e Histrión.

Bajé de luchar y los comentarios de los promotores sobre la lucha fueron muy positivos.

Sin embargo, yo no me había sentido bien. Créanme: sentía como si no hubiera estado ahí. Lo recuerdo como si estuviera entre nubes. Oía los gritos de la gente muy lejanos.

Tuve una enorme necesidad de ir a mi hotel. Me sentía sumamente inquieto y no quise ir a cenar con la familia Valdez, como siempre lo hacía. Quería estar solo y no sabía por qué.

Salí a caminar sobre la costera, eran aproximadamente las 10 de la noche y sentí un inexplicable sentimiento de nostalgia. Regresé dispuesto a dormir, pero me encontré con varias llamadas en la recepción de mi hotel: era urgente que me comunicara a México, porque mi padre estaba grave.

Minutos después llegó don José Valdez con la misma noticia y preparado con un auto y un compañero mío, que me haría favor de trasladarme a México.

Yo no sabía que a las 21:40 horas un infarto masivo al miocardio le había arrebatado la vida a mi padre. La noticia se dio a conocer en todos los medios de comunicación, pero yo no me enteré porque cuando llegué a bañarme no prendí el televisor.

Aún no existía la Autopista del Sol, así que desde la vieja carretera vi con atención el cielo estrellado y recordé mi último encuentro con mi papá, dos días antes.

Después de seis horas de viaje recibí la noticia. Eran las 7:30 de la mañana del lunes 6 de febrero cuando llegué a la agencia funeraria de Sullivan y ahí su cuerpo me esperaba como siempre: muy guapo y elegante, con su impecable traje y su inseparable máscara plateada.

Su semblante tranquilo me decía que su espíritu ya estaba en el cielo al lado de mi madre, el amor de su vida y con la que compartió cuarenta años. Lo que pasó después lo recuerdo como flashazos de luz: eran gritos, vivas, porras y el tradicional “¡Santo!.. ¡Santo!.. ¡Santo!..”.

Año tras año organizamos un evento para honrar su memoria y recordarlo. En 2019 trabajamos en la realización de la bioserie Santo, El Enmascarado de Plata.

El próximo martes 5 de febrero, día en que se cumple el 35 aniversario luctuoso de mi padre, yo estaré presente como cada año en su estatua situada en las calles de Gorostiza y Jesús Carranza. 

Allí montaré una guardia de honor y más tarde conviviré con el público en mi tienda de Barrio Alameda.

Nos vemos la siguiente semana para que hablemos sin máscaras.

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