Cuando conocí a Rebeca estaba seguro que había conocido a una gran amiga, y que estaríamos juntos para toda la vida. Trabajábamos en un muy conocido hotel de Puerto Vallarta, en relaciones públicas, y todos —silenciosamente estoy seguro— envidiaban la cordialidad, empatía y gracia con la que llevábamos nuestra amistad.
Me dijo muy seria y muy segura que el que yo fuera gay no era obstáculo para llevar la mejor de las relaciones como amigos y como confidentes. Así lo tomé y así seguí, confiando en ella.
Era guapísima y llena de muchas virtudes y de un enorme talento. Desayunábamos y comíamos juntos todos los días, íbamos a la playa, de compras y muchas veces de reventón. No importaba si era un bar gay o un bar buga (hetero). Siempre teníamos motivos para pasarla bien, reírnos de todo y de todos, y ponernos pedas apoteósicas.
Mucha gente, incluyendo nuestros compañeros de trabajo, llegaron a pensar que eramos pareja ¡naaa! Nosotros eramos muy felices y nos queríamos tanto que nos podíamos pitorrear del qué dirán sin darle importancia a los chismes y rumores sobre nosotros.
Fue tanta la afinidad, que un día le dí llaves de mi departamento. Tan así, que muchas noches se quedó a dormir conmigo en mi cama platicando hasta al amanecer muy divertidos. Era mi amiga, casi hermana, ¿por qué no? De pronto, empecé a notar cierto comportamiento de ella hacia mí y fue cuando pensé que las cosas se estaban saliendo de contexto.
Me celaba mucho cuando íbamos al bar gay y les decía a los que se interesaban en mí, que yo tenía pareja y que éste vivía en Guadalajara o en en el DF o en donde fuera, pero que yo tenía un compromiso. Y lo supe por medio de otros amigos que me contaban que fulano o zutano ya no querían conocerme, porque yo estaba comprometido con alguien más. Cuando la confronté, me dijo toda amorosa que ella quería a alguien especial para mí, y no cualquier fulano de esos que —según ella— pululan en los bares gays y sólo quieren sexo.
¡Ay, ternurita! Pensé que mi amiga me quería tanto que deseaba lo mejor para mí. Después insistió en hacer mi lavandería y acomodar mi ropa, cocinar para mí, y mover los muebles de mi casa a su gusto. Cada vez me gustaba menos la invasión a mi privacidad y a mi espacio.
Un día conocí en el trabajo a Édgar, un chavo simpatiquísimo, italiano y de muy buen ver. Hicimos conexión de inmediato, nos gustamos y comenzamos a salir. Dejé de ponerle atención a Rebeca, y ella tuvo una depresión tan fuerte, que dejó de ir al hotel por un par de días.
Cuando la volví a ver, me dijo que yo era mal amigo y que no me importaba su condición de tristeza y que Édgar era alguien que nos iba a separar y que yo era un ingrato y me iba a arrepentir de escogerlo a él por encima de ella.
Esa noche, al llegar a mi departamento, me encontré con la sorpresa de que faltaban fotos mías, ropa interior y el nombre de Édgar dentro de una botella de alcohol metida en el congelador. Claro, ella tenía mis llaves y jamás pensé en eso. Nunca se me ocurrió pedírselas de vuelta.
Obviamente, me asusté y me dí cuenta que Rebeca estaba enamorada de mí o de la idea de lo que yo representaba para ella. Quizá confundió mi amistad, mi buena onda y mis confidencias con otra cosa. No fue nunca mi intención, y nunca me pasó por la mente que ella estaba confundiendo las cosas.
Al llegar al otro día a trabajar, me encontré con la sorpresa de que Rebeca había renunciado y no dejó ningún dato de dónde localizarla y mucho menos algún mensaje para mí.
La relación con Édgar no prosperó, porque ambos éramos muy jóvenes y teníamos otro tipo de planes a futuro, pero el haber perdido a mi gran amiga por una confusión, por una equivocación me dolió mucho más.
Muchos hombres gay hemos pasado alguna vez por esta situación, donde no sabes qué hacer y no entiendes por qué te sientes tan culpable y para acabarla de amolar, no sabes por qué fue. Algunos años después, al estar en la barra de un bar gay en la CDMX conocí a Juan Carlos, nos gustamos, le invité una cerveza y me dijo que iba con una amiga y me llevó a su mesa a conocerla.
Y sí, ¡acertaron, era Rebeca! Me saludó fría como el viento y peligrosa como el mar. Le susurró algo a su amigo y, de pronto, él me dijo que se tenían que ir. Lo jalé del brazo y le pregunté qué pasaba. Me dijo que había cambiado de opinión y que mejor se iba a su casa a descansar. ¡Rebeca, otra vez!
Me tomé mi última cerveza y me fui caminando hasta encontrar un taxi. Juan Carlos no sabía en que lío se estaba metiendo.