Cruel y sanguinario

La roja 26/01/2017 05:00 Actualizada 05:00
 

Javier Sinay

De crueldad y   deslealtad estaba hecha su personalidad, típica de un amoral completo o de un monstruo, si usted no juzga excesiva la comparación. La hiena no le ganaba por demasiado margen a Prieto”, dijo del Loco Prieto, un gángster argentino aún recordado, el legendario periodista de sucesos, Gustavo Germán González, que escribió en los diarios Crítica y Crónica, alias (porque él también tenía su apodo) “GGG”. Pero aquí no importa tanto González como Miguel Ángel Prieto, “El Loco”, que en la primera mitad de la década de 1960 dejó su huella de sangre, fuego y traición. En la historia de “El Loco”, que murió a los 37 años, hay mucho de cada uno de esos ingredientes. 

Sangre: Se le atribuyeron en su época cerca de 80  crímenes y aunque ese era el tamaño de su leyenda, es poco probable que fuera también el de su verdad. De muy joven cayó preso por raterías; luego, en el servicio militar obligatorio, atacó a golpes a un superior y se tuvo que dar a la fuga: se unió a la banda de su hermano al poco tiempo y con poco más de 30 años, en 1960, formó la propia, con la que alcanzó cierta fama en el asalto a una droguería. Aquella vez asesinó a un tipo que se resistió. Perseguido y detenido, Prieto dejó notar algún trastorno mental. Nacía “El Loco”. Lo trasladaron a un neuropsiquiátrico y se fugó. 

Traición: El mundo del hampa estaba en guerra y “El Loco” no medía consecuencias. Así, se encargó del “Bebé” Guido y de Abud, dos de sus colegas, estrangulándolos con un alambre y echando sus cuerpos a un riachuelo. El cadáver de Luis Alberto Bayo, un ex boxeador aún veinteañero, devenido en hampón, fue encontrado mutilado y semicarbonizado dos días después.

 Campito Ocampo, otro de sus secuaces, apareció con dos balazos en la cabeza. Agustín Cavilla, miembro de su banda, fue acribillado sobre una tumba en un cementerio suburbano. Cavilla se había cargado a su propia mujer tres días antes por orden de Prieto, según se dijo, porque ella pensaba delatarlos.  

La lista sigue, es larga y está repleta de ladrones que se relacionaban  con “El Loco”. Si él los mató a todos o no, ya no importa. Lo que hay que decir es que en 1964 la suerte lo abandonó en Ciudadela, un suburbio al costado de   Buenos Aires, cuando un golpe simple (que consistía en encañonar a dos tipos que iban con algo de dinero en un auto) salió mal y un vigilante lo detuvo. Ya tenía fama: lo buscaba la policía, le habían jurado venganza los otros criminales de la ciudad y lo querían silenciar los uniformados corruptos con los que había hecho negocios. La comisaría a la que llevaron detenido se convirtió en un fortín. 

 

Fuego: Terminó solo en un calabozo de la cárcel de Devoto, como él mismo había pedido por temor a ser ajusticiado adentro. De nada le sirvió: el 24 de enero de 1965 apareció envuelto en llamas en su propia celda. Las autoridades dijeron que había empapado sus ropas y que había echado un fósforo. “El Loco“ murió pocos días después, llevándose nombres, pactos y entramados mafiosos. 

Su final fue tan anunciado como misterioso. Tanto, que dejó lugar a versiones encontradas  de los más grandes cronistas policiales argentinos,  Gustavo Germán González  y  Enrique Sdrech. 

El primero dudó de la versión oficial y se preguntó: “¿De dónde sacó el combustible, quién se lo facilitó, cómo se lo pudo introducir en el penal?”. 

Sdrech, en cambio, aseguró sin pudor: “Una noche fue atacado por varios reclusos. Mientras lo sujetaban, fue rociado con kerosene y le prendieron  fuego”. 

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