Una vida tras las rejas

La roja 22/09/2016 05:00 Actualizada 05:00
 

Javier Sinay

 Ahora que todo terminó, la historia parece un antojo del destino. Pobre Aníbal, para qué vivir así, proclamando desde su encierro que no las había matado, mártir de una justicia que una y otra vez le rechazó las pruebas e ignoró sus argumentos con la firmeza de lo que no merece discusión.

También podría haber mentido  Aníbal, jurando durante casi medio siglo que no había asesinado a Rosa Rizzo de Grosso, ni a Virginia Riquelme ni a Nelly Mabel Fernández.

 Como sea, el expediente de los homicidios se quemó hace más de 20 años y los hechos ya no importan: sólo queda la leyenda.

El joven que había entrado a la cárcel el 25 de marzo de 1963 era muy distinto al viejo que el 23 de marzo de 2006 salió de la Unidad Número 12, en Gorina, con el triste privilegio de ser el hombre que pasó más tiempo tras las rejas en la Argentina: una larga temporada continua de 43 años. 

Quizás, lo único que mantenía el viejo en común con aquel joven de 25 años, que era en 1963, fuera su nombre, Raúl Aníbal González Higonett. Antes de los 25, ya había pasado unos años a la sombra. Cinco fueron (entre 1957 y 1962), en el penal patagónico de Rawson, por una serie de robos menores.

Higonett aseguró que a la salida de Rawson trabajó como cargador del Mercado Central, pero el juez no le creyó. La historia que lo llevaría a la cárcel decía que un mes después de recuperar su libertad volvió a robar. Que entraba a la casa de mujeres solas y las golpeaba hasta dejarlas inconscientes para tomar lo que encontrara a mano. Que, golpeando una cabeza tras otra con un martillo, le quitó la vida a tres de ellas en un lapso de 75 días. Que la Policía Federal y la bonaerense actuaron juntas para encontrarlo y detenerlo.

Los medios estaban ahí cuando finalmente lo agarraron. El diario Clarín publicaba en esa época: “¿Es un demente? ¿Es un frío asesino? ¿Es un sádico? Se piensa frente a este nuevo personaje, que así conmueve a la opinión pública, en los insondables abismos en que puede hundirse el alma humana”.

 Cuatro años más tarde lo condenaron a reclusión perpetua. Hasta el fin de sus días, Higonett dijo que había sido torturado para firmar una declaración incriminatoria.

Ya nadie se acordaba de aquellas tres mujeres cuando, en 2006, Higonett volvió a aparecer en los medios, ya no como el temible asesino serial, sino como un pobre viejo encorvado a punto de dejar la prisión con artrosis e hipertensión. 

La familia de Higonett nunca tuvo dinero para contratar a un buen abogado. Por su condición de reincidente, los recursos que envió de puño y letra habían sido desestimados desde 1983. Sin embargo, en 2005 conoció a un joven preso que estaba por recibirse de abogado adentro de la cárcel. Y él fue quien se encargó más tarde de solicitar la libertad condicional para Higonett.

“Aún  no puedo imaginar cómo es la libertad. No sé qué voy a hacer cuando esté solo en la calle. He dejado mi vida en una celda”,   dijo a Clarín, aún adentro.

Cuando salió, su joven abogado lo trasladó hasta la casa de una hermana en un barrio populoso,  donde pasó la primera noche en libertad después de más de cuatro décadas tras las rejas. En el viaje, Higonett se mareó y se asustó. Vomitó dos veces; dijo que los autos  de la autopista parecían cucarachas y hormigas. El mundo ya no era el de la década de 1960 y la vida en libertad fue demasiado para él. Sus problemas cardiacos, a fines de 2007, le pusieron fin a su desgraciada existencia.

 

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