Cruel y sanguinario

La roja 08/12/2016 05:00 Actualizada 12:47
 

Por Javier Sinay

Era un pibe: tenía 26 años, cabellos rubios, una estatura más bien baja (un metro sesenta y seis) y un lunar carnoso en la mejilla derecha, a dos centímetros del labio superior. “Me hace reconocer de inmediato. Me lo tengo  que operar”, o algo así  les dijo Roberto Gordillo a sus secuaces. No podía permitirse ser reconocido tan fácil. Era un pibe, pero también era el enemigo público número uno. Su alias:  ‘El Pibe Cabeza.’

Felipe Cherrubia, conocido como  ‘La Chancha Felipe’,  había sido sorprendido por la policía en su guarida del barrio de Boedo, en  Buenos Aires, y ni siquiera con su Colt 45 y su FN calibre 7 había podido resistirse. Ese 28 de octubre de 1936, ‘La Chancha’ había terminado muerto, bien muerto, y la banda le había quedado a su lugarteniente, ‘El Pibe Cabeza’. 

En la década de 1930 las bandas estaban de moda: juntaban algunas ametralladoras y daban golpes brillantes. ‘El Pibe Cabeza’ había dejado la huella de sus atracos en pequeños pueblos y rutas de las provincias argentinas de Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires. Él, que había sido peluquero en su pueblito natal, era diestro con el peine y la tijera, y también con las Colt 45, a dos manos. 

El 22 de enero de 1937, el viejo auto  Nash que viene ganando velocidad se descontrola en el boulevard Right, cerca de la estación Córdoba del Ferrocarril Central Argentino, y embiste a un niño repartidor de diarios que ni lo vio venir.

Ubaldino González tiene 11 años y se salva de milagro, con unos golpes, nomás. “Toma cuatro pesos y no llores”, le dice uno de los tipos que sale del auto. Es Antonio Caprioli, ‘El Colectivero’, secuaz del 'Pibe Cabeza'. Le deja los billetes arrugados en la mano y está por subir de nuevo cuando aparece el cabo de policía Santiago Pilar Contreras: “Esto no se arregla con cuatro pesos”, le dice. Contreras le ordena a Caprioli que lleve al niño repartidor de diarios al hospital.

Aquí la historia no tiene una versión única: tal vez los hampones quisieron escapar y el cabo alcanzó a quedarse prendido del cuello de uno de ellos, mientras el auto iniciaba la marcha; tal vez subió engañado. Lo cierto es que el cabo y el niño repartidor de diarios terminan adentro del Nash y descubren, recién entonces, que han sido secuestrados por la banda.

Algunos kilómetros más adelante —’El Pibe Cabeza’ hace un derroche continuo de audacia—, secuestran a dos más, que venían en un Chevrolet por la ruta. La banda hace trasbordo de autos, es necesario camuflarse todo el tiempo. Pero los rehenes ya son demasiados y deciden deshacerse de uno. En un maizal perdido en la provincia, bajan al cabo entre burlas e insultos y lo obligan a marchar hasta que la ruta ya no se ve.

Al patrón de la banda le sobra sangre fría y le faltan escrúpulos: “¡Qué lástima que no puedas quedar bien con tus jefes!”, le dice al uniformado, “Yo soy ‘El Pibe Cabeza”. ‘El Colectivero’ Caprioli sonríe, a su lado. Los fierros brillan. El cabo Contreras pide clemencia. Recibe plomo. Ya no quedan dudas: ‘El Pibe Cabeza’ le ha declarado la guerra a la policía.

Pero la muerte a él le llegó muy pronto: el 9 de febrero de 1937 —pocos días después del crimen del cabo—, ‘El Pibe Cabeza’ fue cercado por una cuadrilla de agentes, que lo ejecutó. El hampón se convirtió en un mito instantáneo y el Estado conservó su cabeza seccionada, acaso como trofeo, en el Museo de la Morgue. 

Casi 40 años después, en 1975, el director de cine Leopoldo Torre Nilsson llevó la historia a la pantalla grande, con una película que se tituló “El Pibe Cabeza” y que fue protagonizada por el célebre actor Alfredo Alcón.

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