Pequeñas catástrofes, para llevar

Al día 28/04/2016 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 05:00
 

Catástrofes para llevar, sin moño o envoltura de celofán. Somos la suma de todas las pequeñas tragedias que nos han perseguido por años y sin piedad.  Somos una suma de pequeñas catástrofes, de mínimas tragedias, que nos han perseguido por años y sin piedad. Desde que ibas al colegio y te reprobaron por enfermarte de varicela antes de los exámenes finales. Desde que tu novia de secundaria te cortó porque usabas aquellas gafas de fondo de botella. Desde que perdiste la virginidad con la persona equivocada. Desde que elegiste una carrera que estaba destinada al fracaso. Desde que resultaste embarazada por el cretino de la clase. Desde que dormiste con la chica que te convertiría el corazón en una piltrafa el resto del verano. Desde que eres sólo olvido.
Ya lo dice Bukoswki, el hombre común o la mujer ordinaria enloquecen progresivamente por las pequeñas tragedias cotidianas: un tacón roto, un sueldo raquítico, un agujero en el bolsillo, los trámites burocráticos, una llanta ponchada, el recibo del teléfono, la infidelidad como una bofetada,  una mosca en la sopa, tu mascota atropellada. Sí, lo predijo Bukowski, lo que puede conducirte al manicomio es ese desfile de “pequeñas” tragedias como un despido injustificado, cucarachas en la cocina, una mujer despechada, la gotera en el techo y la maldita camisa que se mancha cuando tienes una cita de trabajo. Sí, con un maldito carajo, el remolino de trivialidades cotidianas pueden irte minando el espíritu igual que la pinche humedad que carcome las paredes del baño.
Lo digo yo, que tengo doctorado en pesimismo, somos como esos maniquíes en un aparador perfectamente iluminado. Todo parece perfecto e impecable, pero bajo la apariencia colorida hay una mirada triste y muy poca esperanza. Siempre acabaremos con esa sonrisa estática en las rebajas de verano: demasiado calor en la atmósfera y el corazón como un pescado sobre la escarcha de hielo.
También explica a la perfección la banda Love of Lesbian, con mucha poesía y un recuento de damnificados, que somos un vendaval alimentado de pequeñas tragedias: “Ya no hay nada en pie,/ sólo restos que destruyen./ Y mi huracán, de una escala de fuerza seis,/ crecido en su arrogancia,/ a duras penas se dio cuenta/ que arrasó bajo el volcán./ Tu volcán./ Ni siquiera el mismo diablo lo haría mejor./ Y el huracán, de una escala descomunal,/ crecido en su arrogancia,/ por sí mismo dio una gran vuelta en espiral./ Y ese huracán/ quiso huir de su propio ser,/ se fue a otras ciudades/ convencido que a tus islas/ le estaba prohibido volver,/ le estaba prohibido volver”.
Una pequeña catástrofe es que el amor o la pasión o el cariño, lo que tengas a la mano, se te esfume como el perfume del sexo y las caricias de arena o el fuego en las miradas. Una catástrofe pequeña es que las alas de la pasión se extingan lánguidas entre tus brazos, mientras la rutina va tejiendo trenzas de hastío desde la cabecera hasta los pies de la cama.
Una pequeña tormenta es que tu ángel de la guarda pierda sus alas en un asalto a mano armada, en el transporte público o en una calle poco transitada. Una catástrofe de bolsillo es que pierdas la credencial de elector, que te clonen la tarjeta de crédito, que te fractures un tobillo, que la abuela ingrese en el Seguro Popular, que tu padre tenga su "casa chica", que te hagan repetir el semestre, que no haya vacantes en la Universidad, que te corten la luz o que la quincena termine en 31 y que el PRI regrese al poder. Maldita sea, pequeñas catástrofes que te van esquilmando desde que eras pequeño: las tortas de fideo para el recreo, 5 en matemáticas, último en la fila de esperanzas, piojos en la cabeza, tristeza en la mirada, zapatos ortopédicos, padres divorciados, huevos en el almuerzo y huevos en la comida y huevos el fin de semana, televisión descompuesta, tenis rotos hasta el próximo mes, y así sucesivamente mientras vas creciendo en un barrio desprovisto de parques recreativos o canchas de basquetbol.
Pequeñas y cotidianas tragedias que nos irán encaminando al manicomio, por la puerta trasera y en silencio, como lo señala Charles Bukowski, el poeta de los que ya no confían ni en su sombra: “El horror de la vida./ Es ese enjambre de trivialidades/ lo que puede matar más deprisa que el cáncer/ y siempre están ahí:/ El interruptor de la luz roto,/ o el colchón como un puercoespín.../ y la cadena del baño que se ha roto/ y la instalación de la luz que se ha quemado,/ la luz de la entrada, la luz del frente,/ la luz de atrás, la luz del interior;/ allí está más oscuro que el infierno/ y es el doble de caro”.
Catástrofes de bolsillo que te siguen a todas partes, como una nube negra o un pésimo presagio de los años venideros. Catástrofes para llevar, sin moño ni envoltura de celofán; catástrofes portátiles como aquel “huracán de una escala descomunal, que crecido en su arrogancia por sí mismo dio una gran vuelta en espiral”. Sí, por demasiado tiempo hemos sido ciclones, huracanes, vendavales, que alimentados de pequeñas y medianas catástrofes destruimos todo a nuestro paso, empezando por nosotros mismos y el montón de damnificados que nos mirarán con desolación.

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