Simulacros frente al abismo

Al día 23/06/2016 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 05:00
 

Hay gente hábil para tejer sombreros de palma. También conozco tipos que arman rompecabezas en tiempo récord. Y están las amas de casa que hacen milagros con 100 pesos diarios. O estudiantes que resuelven teoremas que a mí me resultan indescifrables. Hay personas que nacieron un algún talento: el chico que toca la guitarra como si fuera una extensión de sí mismo; la chava que canta como si en ello le fuera el alma; el señor que arregla un coche sin que le sobren piezas; el obrero que supera en conocimiento al ingeniero; aquel maestro que domina cuatro idiomas o el chaval que juega futbol mejor que en el Playstation; y la señora que cocina con un sazón superior al de la abuela; la secretaria que le resuelve todo al jefe; el niño que se sabe de memoria la capital de todos los países del mundo. Y yo sólo tengo una habilidad, que además se ha deteriorado con el paso de los años: mentir todo el tiempo. Soy un profesional de la mentira. Y también soy bueno para tronarme los dedos o para amanecer con remolinos en la cabeza.

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“Te juro por Dios que yo no fui”, lloraba para convencer a mi madre y no tanto por los golpes recibidos. No sé si fue mi primera mentira, supongo que no, pero mi jefa me creyó porque supuso que nadie resistía el dolor de su castigo. Yo había roto, de un pelotazo, el vidrio de casa de la portera. Nadie me vio, pero lo intuyeron. Y aunque mi madre me creyó, aún así nos corrieron de aquella vecindad. Y yo me sentí culpable, aunque sabía que de no haber mentido la paliza hubiera sido tremenda. Desde entonces se me hizo un hábito engañar a los demás. Y se fue convirtiendo en una bola de nieve, difícil de parar, imposible de evadir. Cuando la maestra de biología me reprobó yo inventé que me tenía mala fe. Y para redondear el engaño, pasé el examen extraordinario con ocho de calificación sin que nadie se diera cuenta de que usé un “acordeón”. Igual pasó el día que me emborraché por primera vez: “Es que tú no sabes lo que yo siento, nunca me has entendido”, justifiqué ante mi madre. Ella se sintió culpable y hasta lloró un poco. Y por años seguí inventando la peor mentira para embriagarme: es que he sufrido tanto. Malditas justificaciones. Desde el primer día tuve que decirle la verdad a mi jefa: bebo porque me gusta. Lo comprendí algo tarde: el alcohol y yo somos buenos amigos, aunque sé que él no es muy confiable. Y sí, bebo porque me gusta y no necesito pretextos. Como todo buen mentiroso, fui perfeccionando el arte del engaño. En la universidad era el listo de mi clase, no el más “matado” ni el que sacaba las mejores calificaciones. No, yo era el chaval más astuto, el que discutía todo, el que levantaba la mano primero, el que todos querían en su equipo, el de las ideas audaces, aquel estudiante promedio que se hacía el interesante. No es que yo fuera más listo, ni mucho menos, sólo que descubrí las debilidades de mis compañeros. Por ejemplo, ellos no habían leído tanto y la mayoría apenas sabía escribir. Así que me aproveché de sus flancos débiles y les hice creer que yo era brillante. En realidad yo era un insolente y un mamón; lo primero se me quitó, pero lo segundo no. Y mis amigos se encargaron del resto: hicimos equipo, leían los mismos libros que yo, escuchaban la misma música, nos comportábamos como los chicos rudos de la facultad, íbamos a conciertos de rock, protestábamos por todo, nos apoyábamos en las buenas y en las malas, nos emborrachábamos a la menor provocación. Pero la mentira no duró mucho. Cada uno siguió su camino y apenas nos recordamos con afecto.  He vuelto a saber de ellos, conozco sus virtudes y sus defectos, pero ya no somos los de antes ni tenemos los mismos sueños.

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“Me encantan tus ojos, al natural” yo le decía a Ingrid con frecuencia. En realidad yo mentía con tal de que dejara de usar esos absurdos pupilentes. Pero ella no me hacía caso. A ella le encantaba disfrazar sus ojos de colores. A mí me encantaba toda ella, bueno, no toda. Toda ella, salvo su fijación de usar pupilentes. Mi sentido arácnido debió alertarme: una mujer de mirada tan falsa no podía ser confiable. Y yo me automedicaba con placebos: es una buena chica y nunca te haría daño. La peor mentira es engañarse uno mismo. Ingrid pudo largarse antes, pero se fue cuando yo estaba enamorado. Desde entonces dejé de confiar en mujeres que contrarrestan las mentiras con un arsenal de engaños. “¿Sabes que te amo?”, solía preguntarme. “No lo sé, pero me encanta que me lo digas porque suena creíble para ser  una mentira”, yo le respondía. Ella sólo reía antes de evadirse con su clásico “eres un tonto”. En nuestros peores momentos Ingrid me atosigaba con preguntas del tipo “¿qué hice para que me trates así?”. Y en lugar de proponerle que firmáramos la paz, le contestaba con ironías que disfrazaran la verdad: “¿Qué hiciste? ¿Ganar el premio Nobel a la mujer más desesperante del mundo? Mmmm, ¿tratarme como si fuera el valet párking de tus rencores? No, en realidad tú no has hecho nada. El único culpable soy yo”. Y la verdad es que estábamos metidos en una relación destructiva, luchando por herir al otro en lugar de tratar de salir menos lastimados. No es de sorprender que nos aferráramos a la peor mentira que nos hubiéramos dicho: “Te necesito”, juraba ella después del sexo. “Y yo a ti”, era el complemento de aquella farsa. Y yo encontraba más sinceridad en Babasónicos que en la mirada de Ingrid: “Lo malo es mentir/ palabras de amor./ Acéptalo, no estamos para eso,/ nos falta valor./ Tú sabes lo que dicen de mí/ y sabes lo que dicen del amor;/ como yo sé que tú lo sabes/ me lo callo/ y acordemos que la gente/ miente cuando habla de los dos./ Acéptalo, no estamos para el romance,/ entreguémonos al trance/ que eso sí es para los dos”. Como habrán notado, he sido un maestro del engaño. Y hoy podré jurarles que me he redimido, que tengo una vida bastante envidiable, que me he cansado de fingir frente al espejo, que por fin se publicará mi primer libro. O que tengo más motivos para sonreír... No, en realidad soy experto en simulacros sobre la cuerda floja, en columpiarme sobre el abismo. Sólo soy un arquitecto de mis propios miedos, que construye casitas de palillos en las fronteras del infierno.

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