Los tipos como yo desconfiamos de todo: de la política, los dioses, el pan y circo, de la televisión y los optimistas, de las mujeres que sonríen demasiado, de los hombres que hablan mucho. Y sobre todo, desconfíamos de nuestro propio corazón. También de nuestros sueños. Y hasta de la suerte. Yo tengo sueños de segunda mano y en ellos siempre hay mujeres hermosas, aunque imperfectas. Y no saben de poesía, sólo de caricias y océanos de delirios. Siempre que despierto, agitado, el lado izquierdo de mi cama está deshabitado. A mí me gusta leer libros de poesía, intentar versos, recitar frases rebuscadas a las mujeres hermosas que frecuentan los bares. Y sin embargo mi vida carece de sentido poético. No soy ni mejor ni peor que el velador de ese edificio que están construyendo enfrente o que el viene-viene que cuida los coches. Igual que ellos, me cuesta trabajo pagar la renta, comer algo decente y conciliar el sueño. Mis días son bastante movidos. Y mis noches no son consuelo. Tiene varias semanas que soy cliente frecuente de mis propios nervios. Y me despierto en la madrugada, agitado y creyendo haber escuchado la alerta sísmica. Pero sólo son estos nervios que siempre me sacuden cuando estoy dormido. Mejor buscaré una alarma para incendios, para los que que soñamos demasiado con fuego o con los recuerdos de las mujeres que nos tatuaron sus besos.
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Tengo algunos sueños recurrentes, en los que vago semidesnudo mientras los cactus lastiman mis pasos. ¿Será que me da miedo extraviarme o elegir la ruta equivocada? Aún no encuentro el sendero adecuado, camino como si trajera dos tenis izquierdos. No dejo de pensar en las oportunidades que he dejado pasar. Abandoné los deportes, dejé de jugar al Melate, terminé con mi novia, rechacé una beca para estudiar las propiedades nutritivas de las orugas, pausé mi libro a medias, olvidé amigos que no valían la pena, no me canso de maldecir a mi padre y para colmo de males mis madrugadas están pobladas de insomnios. No soy, desde luego, el más optimista en un país carente de esperanza. Me uno al ejército de los que miran hacia la nada. Siento que estoy en un mal sitio, en el peor momento. Soy un tipo con demasiadas ideas para un cerebro tan corto. Soy como un Chevy con el tanque vacío. Y no alcanza ni para la gasolina. Siempre llego a casa a la medianoche y enciendo el televisor para ver infomerciales. Pierdo el tiempo en cosas absurdas, como contar las luces que se avizoran desde mi ventana, como beber a oscuras y poner una y otra vez el mismo disco de Andrés Calamaro, como cantar con pésima voz: “Soy el soldado de tu lado más malvado/ y el arquitecto de tus lados incorrectos/... Soy propietario de tu lado mas caliente,/ soy dirigente de tu parte mas urgente,/ soy artesano de tu lado mas humano,/ y el comandante de tu parte de adelante”. En efecto, soy el que malabarea con fuego en tus sueños más calientes. Al menos eso es lo que yo creo. O sólo soy un iluso que espera tu regreso.
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En la tele pasan un video de Los Ángeles Azules con un wey de Moderatto, los periódicos hablan otra vez del Chicharito, la vida es una sucesión de lugares comunes. En la mesa se amontonan las facturas. Mi plan inmediato es pagar la luz y esperar a que el banco me boletine al buró de crédito. Abro el refrigerador para cerciorarme de que mi futuro no hiberna allí. Sería una novedad que hubiera un cadáver de pollo, pero no. Sólo encuentro un homenaje al vacío: un trozo de queso rancio, algunos limones tiesos, sobrecitos de catsup Heinze y lo que parecen ser chiles en vinagre. Siento náuseas y el hambre pasa a segundo término. Mi madre me lo había advertido: vivir solo te da independencia, pero también te condena a los silencios. He aprendido a convivir con mis defectos, pero aún me siento raro cuando escucho mis propios latidos. Busco razones para no volverme loco por completo. Necesito encontrar mi sitio en el mundo, al menos en mi propio mundo. Y no sentirme como un extraño cada que entro en mi propio dormitorio. No soy un tipo afortunado, pero siempre me comporto como si fuera el número uno, como si fuera más alto o el más listo de mi gremio. Puede que muchos me envidien, pero la neta es que sólo me engaño a mí mismo. Si tuviera coraje abandonaría todo y me largaría a recorrer el Amazonas. O dejaría el trabajo y me buscaría una plaza de burócrata mientras termino de escribir mi novela.
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Yo mismo soy como los personajes de una novela policíaca, al mismo tiempo soy el asesino y también el detective. Mientras uno me va matando, el otro está siguiendo las pistas. Como ya he mencionado antes, tengo un hermano gemelo que me mira desde el espejo. Es huraño, neurótico, con unas ojeras tremendas y un rostro que refleja los excesos. Cuando me observa casi nunca habla pero en cuanto abre la boca suelta su veneno. Me dice cosas que no siempre entiendo. En algo tiene razón, cuando levanta la voz y me dicta que tengo destartalado el corazón. No está equivocado. Y también en eso de que soy fanático del ron barato, de las chicas demasiado guapas y las relaciones efímeras. Pero qué se le va a hacer, si uno es un tipo inseguro, aburrido de sí mismo, roncando escarabajos mientras sueña con mujeres fatales. Escribir más poesía no es mala idea, pero en un país de burócratas eso resulta igual de productivo que archivar solicitudes de empleo. Aún así, lo intento: "Soy la sonrisa cínica en ese retrato/ que guardas en tus desvaríos,/ esa caricia que te provoca incendios;/ soy la memoria de esas noches/ en que gritas mientras te quemas./ Soy todas la bestias que morderán/ tu cuerpo desnudo sobre la alfombra". En efecto, soy un tipo que sueña demasiado con el fuego de tu cuerpo. Un tipo ansioso que se despierta alarmado cuando cree que está sonando la alerta sísmica.