La tristeza en la suela de tus zapatos

Al día 19/04/2018 08:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 08:05
 

Ayer me vi en el Metro. Me encontré de frente conmigo mismo. Yo no sé cómo se llamaba ese adolescente flaquito, de gafas gruesas y peinado horrible, pero era idéntico al chamaco que fui en mi adolescencia. Era yo ese muchacho que regresaba de la escuela comiendo frituras antes de llegar a casa. Era yo ese Lalo, Irving, Beto, Jorge o Sergio, el chamaquito de pantalones desgastados y tenis sencillos. Era yo ese flaquito, "El Flash" o cómo sea que le digan en la escuela. Me recordé con la misma   regla T en la maleta y un chingo de ecuaciones en la cabeza o un libro de cálculo diferencial entre las manos. Era yo ese chamaco al que todos bulleaban por flaco, por tímido, por pobre, por vulnerable y porque rehuía las peleas. Era yo, en el vagón del Metro. Y sentí una infinita tristeza por mí adolescencia, por ese chaval, por todos los flacos tímidos. Era yo hace años, ayer, en el Metro. Y una lagrima traicionera bajó por mi mejilla y transbordó en la estación Hidalgo, mientras recordaba las palabras de Dante Guerra: "Cuando éramos chamacos de barriada,/ siempre caminábamos sobre el lodo,/ para ir hasta la casa de la abuela./ Y en nuestra cocina había goteras/ y escaseaban las provisiones./ Merendábamos bolillos con café de olla,/ mientras la tele nos bombardeaba el antojo,/ con sus comerciales de chocolate humeante/ y pastelillos cubiertos de merengue". Han pasado los años y miro hacia atrás con la certeza de que ahora estoy en paz con ese muchacho tímido. Hemos hecho las paces él y yo. Fueron años grises, con algunos días buenos, ciertas épocas con tormentas que goteaban desde el techo de asbesto. Fueron épocas de remendar con parches el uniforme escolar. Fueron etapas duras mientras nuestra madre trabajaba horas extras y tenía ideas extravagantes: como mandarnos a estudiar inglés para que un día pudieramos salir de aquel barrio lleno de perros callejeros y autos abandonados. Fueron sábados sin días de campo, ni cumpleaños con pastel. Fueron domingos sin retratos con papá. Fueron años que se desgastaron como la suela de los zapatos escolares. Y ahora puedo mirar atrás para decirle "todo estará bien" al chamaquito que fui alguna vez. Sí, ayer me encontré conmigo mismo en el Metro. Era un chamaquito idéntico a mí, regresando de la escuela, con la mirada triste destrás de unas gafas horribles.  Yo no sé cómo se llamaba él, pero me recordó tanto al muchacho que alguna vez fui. Y ahora que tengo hijos y los veo crecer, agradezco que no hayan heredado mi tristeza ni la fragilidad. Algo bien habremos hecho, en esta familia disfuncional, de aquel tiempo a la fecha.

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Nunca fui un gran estudiante. Me bastaba con ser aplicado. Y así fue llegando a diferentes niveles, con calificaciones regulares y muchos pretextos. Cuando era niño bromeaba con mis hermanos y escondía mi mano en la manga del suéter para luego decirles "mi mano, mi mano se me cayó". O nos trepábamos en la litera a jugar que era un microbús, con el clásico grito de "súbale, súbale, hay lugares". Poníamos una tiendita en la ventana, para simular que vendíamos dulces a granel y churrumaiz en cucuruchos. Todos los primos, Valeria, Omar, Sandy, eran nuestros clientes aunque nunca les cobrabábamos. Éramos un auténtico desmadre, un huracán compuesto de pequeños remolinos, así que sacábamos de quicio a mi madre con frecuencia. Yo soy un convencido de que cada chingadazo lo teníamos bien merecido. Pobre de mi madre, tenía razón en eso de que "con ustedes no voy a caber ni en el pinche infierno". Yo creo que por eso nos corrieron de varias vecindades. Hasta que llegamos a nuestra casa definitiva, la que siempre recordaremos como nuestro gran patio de juegos. Era una escuela entera. Literal. A mi madre le dieron trabajo como conserje y eso incluía una pequeña casa a la entrada de la Secundaria 8. Allí vivimos y estudiamos. Allí sucedió mi adolescencia. Y mejoraron las cosas. Allí crecimos respándonos las rodillas, trepando a las azoteas y jugando basquetbol hasta que anochecía. Los fines de semana eran días fantásticos: toda la escuela, solita, para nosotros. Y recorríamos cada rincón, nos metíamos al salón de música a probar el piano, formábamos una banda de guerra con tambores, andábamos en bicicleta o hacíamos carreras de patines. Cada moneda encontrada en los pasillos era una pequeña alegría. Éramos los chamacos más inquietos en aquel mundo reducido y que a nosotros nos parecía una galaxia entera. Sábados y domingos todo era un mapa del tesoro. Así fue por muchos años. Escaseaba el dinero, merendábamos café con bolillos, hubiéramos querido pasteles de cumpleaños, pero la verdad es que nos bastaba con crayolas de colores para dibujar estrellas en el piso. Nos alcanzaba con el viento para volar cometas. Teníamos una playera favorita de futbol americano, con el número 10, que nos regaló la tía Marina. Un día me la ponía yo, otros días mi hermana y así asucesivamente hasta que nos la acabamos de tanto usarla. Tuvimos al Pipo, la Kenya y otras mascotas que nos seguían como pirinolas. Teníamos la mejor casa de todas, aunque hubiera goteras en la cocina. Tuvimos una escuela completa para crecer sanos, para aprender, estudiar, para volar por las escaleras y gritar como locos. Tuvimos una época redonda, como sonrisa, como pelota. Tuvimos días malos, semanas grises, tristeza en la suela de los Converse, pero también hubo rachas de felicidad.

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Tengo varias cicatrices, algunas casi imperceptibles, pero las batallas del corazón siempre te hacen sentir diezmado. Ya he hecho las paces con el niño que fui, aunque a veces recuerdo con algo de tristeza su timidez y fragilidad. Estamos en paz, como dice Dante Guerra: "Guardo tus sonrisas de Polaroid,/ queriendo que te quedes por siempre/ en el corazón de la memoria./ He guardado polvo de tus alas pequeñas/ en una cajita colorida de sorpresas/ para abrirla de vez en cuando/ y que salten algunas chispas de tu melancolía".

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