Hay aromas que convocan los recuerdos

Al día 03/11/2016 13:32 Roberto G. Castañeda Actualizada 14:08
 

Mi hermana hoy tendría unos 30 años. Para ser honestos, no recuerdo la fecha en que murió. O más bien es algo que he preferido, hemos preferido olvidar. Mónica era una niña hermosa, como suelen serlo todos los bebés. Y digo que era hermosa porque se trataba de mi hermana o quizá debido a que así he querido conservarla en mi memoria. Ahora que me acuerdo, aquella bebé se reía poco, nos observaba sentada desde la cama mientras nosotros andábamos en chinga antes de que llegará mi madre de trabajar. Nadia lavaba trastes, yo trapeaba la sala, mientras Claudio sacaba la basura y Silvia jugaba en el patio con los vecinos más latosos. La nena sólo estaba sentadita, sin quejarse demasiado, apenas sintiendo las horas pasar. Mi padre ya se había largado, un par de años atrás, a vivir con otra mujer, una compañera de trabajo, pero aquello no le impedía ir a buscar a mi madre cuando andaba ebrio o caliente... o ambas cosas. Alicia, mi jefa, seguía enamorada de él, así que tampoco se hacía del rogar. Por eso no resultó extraño que Alicia se embarazara una vez más del irresponsable de José Antonio. Ya éramos cinco hijos y mi madre ni siquiera tenía en claro lo que iba a hacer para sacarnos adelante, porque el desobligado de mi jefe ni siquiera nos pasaba una pensión fija. Ahi cuando quería le dejaba unos pesos a la tonta de Alicia, que lo seguía recibiendo en casa cuando a él se le antojaba. Uno a esa edad no entendía bien a bien qué sucedía. Yo no recuerdo haber extrañado a mi padre, acaso porque estaba demasiado ocupado estudiando, haciendo deberes en casa, abrumado con las tareas y entusiasmado con las cascaritas de fucho en el vecindario. Ni siquiera recuerdo cuando nació mi hermanita. Un buen día estaba allí. Y otro día cualquiera, mi madre debió regresar a su trabajo como afanadora. Así que desde ese momento nos quedamos a cargo, todas las tardes, de una bebé a la que apenas podíamos cuidar. En lugar de andar de vagos, como todos los chavales de nuestra edad, teníamos que cambiar pañales y lavar mamilas. Mi hermana Nadia no tenía una muñeca decente, pero ya era una madre a escala de una bebé de carne y hueso. Pobre de mi carnala, en lugar de jugar a la comidita con sus amigas, tenía que preparar mamilas y arrullar en sus brazos a la menor de mis hermanas. Y aunque supongo que era una lata todo eso, nosotros queríamos mucho a Mónica. Eso lo tengo bien claro. Yo la recuerdo sentada en la cama, con su chambrita amarilla, mirándonos pasar de un lado a otro. No la puedo evocar sonriendo y debe ser porque en realidad en aquella casa había pocos motivos para sentirse feliz. Y eso, cuando eres niño, te marca para siempre.

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Apenas llegué de la escuela y aventé mi mochila sobre el cesto de ropa sucia. No sé por qué agarré esa costumbre, pero debió ser porque mi madre se enojaba si dejábamos cualquier cosa sobre la cama, como suelen hacer todos los chamacos. Lo primero que me llamó la atención es que mi hermanita no estaba en la cama, ni las almohadas que le poníamos alrededor para que no se fuera a caer. Se supone que ella debería tener una cuna, pero carajo si apenas teníamos cama y un colchón tan viejo que los resortes habían perdido fuelle. Fui a buscar a Nadia, pero no estaba en el traspatio ni con los vecinos. Me senté a la mesa, esperando que pasara no sé qué, acaso intrigado, quizá sacudido porque rompían mi rutina de llegar directo a saludar a la bebé. Entonces llegó Nadia de la tienda, con medio kilo de huevos en una mano y las tortillas en la otra. Me explicó que la nena se había “puesto mal” y que la llevaron al hospital desde temprano. Mis hermanos menores, Claudio y Silvia, estaban en casa de mi tía Concha. Tampoco nos preocupamos gran cosa, aquello parecía normal. Al tercer día ya dejó de ser algo “normal”, pero nadie nos daba alguna explicación. Hasta que una noche, no recuerdo con precisión la fecha, mi madre recién regresaba del hospital y en cuanto la vi supe lo que había sucedido. Mis ojos se fijaron en su mirada llorosa, corrí a abrazarla y sólo repetía “mi hermanita, mi hermanita, mi hermanita”. Alicia me abrazó y sus lágrimas resbalaron sobre mi cabeza.

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Mónica no era una bebé risueña, pero en mi memoria siempre me ha parecido hermosa pese a sus ojos tristes. Tenía el cabello rizado y corto, así que tal vez le hubiéramos dicho “china”. Era menos morena que nosotros y tenía sus dedos largos y una nariz parecida a la mía. Bueno, en realidad se parecía más a mi hermana Silvia. O tal vez guardaba más similitud con Claudio y yo sólo me lo estoy figurando. En casa hablamos poco de ello. Recién falleció Mónica, mi madre se limitó a darnos una razón muy sencilla: “su hermanita estaba muy enferma”. No supimos de qué o por qué, así que sacamos nuestras propias conjeturas. Yo molestaba a Nadia y le decía que “tú tienes la culpa porque le dabas la leche fría”. Y ella me echaba en cara que “nunca la tapabas cuando se quedaba dormida”. Eso se explica porque lo único que nos habían comentado es que la bebé se había puesto mal de la gripa y por eso estaba hospitalizada. Éramos los menos culpables, pero nos martirizábamos uno a otro. Muchos años después, cuando ya habíamos sido demasiado crueles entre hermanos, nos enteramos que Mónica murió por una afección cardíaca, que era imposible que hubiera sobrevivido. El tiempo que vivió con nosotros fue suficiente para amarla, aunque después la hayamos sepultado en el olvido. A nosotros no nos llevaron al sepelio, porque consideraron que algo “muy fuerte para los niños”. Mi padre no asistió porque no quiso. Mónica tuvo un funeral sin mucha gente. Y aquella tarde cayó un diluvio. Y yo no dejaba de mirar a través de la ventana empañada, esperando que mi madre regresara para que me abrazara de nuevo como nunca lo había hecho. Nunca supe dónde estaba la tumba de mi hermana, nunca nos llevaron a visitarla; y mi jefa se limitaba a ponerle dulces y leche en la ofrenda del Día de Muertos, porque ni siquiera alcanzamos a tomarle una foto antes de que falleciera. Es curioso, pero nunca había recordado todo esto. Será que me anda rondando mi bipolaridad. Será que cada víspera de Día de los Santos Inocentes, invariablemente, viene a mi recuerdo la imagen de aquella niña que sonreía poco y tenía una mirada profunda como la mía. Y como cada año, lamento que no exista esa tumba en la que al menos podría llevarle flores a Mónica. Mi madre seguro que volverá a poner dulces y leche en la ofrenda. Y encenderá una veladora. Y el aroma a cempazúchitl llenará la casa de recuerdos.

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