Con aroma a rosas

Sexo 31/01/2017 05:00 Lulú Petite Actualizada 05:00
 

 Querido diario: Llegué a mi depa, después de un día cansado y antes de ponerme a escribir me quedé viendo mis rosas sobre la mesa del comedor. Suelo disfrutar los detalles caballerosos que tienen algunos clientes. ¿Qué te puedo decir? Me gustó que Fidel me regalara flores.

Apenas hace unas horas, me vi con él en el motel de costumbre. Es un hombre galante, anda rozando los sesenta, con figura atlética y buen gusto. Tiene algunas florerías.

Lo conozco desde hace unos años y siempre que nos vemos me regala un arreglo floral. Siempre elegantes y discretos.

Hoy no fue la excepción. Siempre es caballeroso y cordial, aunque esta noche lucía cansado. Es de esos clientes que hablan poco, pero no tipo malhumorado, sino tímido. Es del tipo serio y ya. Cuando era un muchacho, a principios de los ochenta, Fidel se fue para Estados Unidos, con más sueños que probabilidades. Vivió en Chicago. Allá aprendió el negocio de la jardinería y el cuidado de las flores. Trabajó mucho, juntó dólares y cuando regresó a México puso florerías. Le ha ido bien.

Lo esperaba en la cama, viéndolo quitarse la ropa. Me recogí el cabello y entonces lo vi levantar la mirada. Sonrió casi imperceptiblemente y volvió a bajar la vista. Miraba el piso, pero yo lo miraba a él. De pronto apagó la luz y se acostó a mi lado. Se metió debajo de la cobija y me invitó a que lo siguiera. Nos acurrucamos unos minutos. Él con las manos detrás de la cabeza y yo recostada, acariciando las canas de su pecho. Fidel tiene los ojos muy negros y redondos. Parecen dos universos vecinos. Me acerqué más a su cuerpo y creo que olí el aroma de las flores, de la tierra húmeda. Entonces me abrazó por el cuello y con su otra mano acarició mi rostro. Siento la callosidad en sus dedos, lo árido de su piel curtida por el trabajo. Manos toscas, pero sublimes, dulces para tocar pétalos y hacer crecer cosas. Como la que crecía entre sus piernas. A pesar de su pudor, sabe complacer. Nos besamos, bordeando con nuestras lenguas los labios del otro. Fidel siempre tiene la barba y el bigote como de tres días. Su mentón raspaba el mío, provocándome cosquillas. Hundió su rostro entre mis cabellos y aspiró como si oliera rosas. Sus manos robustas se percataron del resto de mi cuerpo. Podía sentir sus palmas como cortezas sobando la curva de mi cintura. Su pene brotaba erecto y listo para plantarse en mí.

Alcancé uno de los preservativos, lo saqué del empaqué y me deslicé hacia abajo para colocárselo con la boca. Él abrió las piernas anticipando lo que venía y se dejó llevar. Le bajé la gomita apretando los labios y pivoteando con la lengua, hasta metérmelo lo más que podía en la garganta. Se lo chupé hasta la base y le lamí las bolas, dándole besitos y gimiendo. Él acariciaba mis hombros, mi cuello y se retorcía de placer. Cuando ya estaba a tope, me sequé la boca con el dorso de la mano y no lo dejé que se levantara. Suavemente lo empujé por el pecho para que se quedara donde yo quería.

Entonces me monté encima a horcajadas. Tomé con ambas manos su miembro y lo acomodé entre mis piernas. Empecé a m overme, masajeándolo y chaqueteándolo con la vulva. Él me agarró las tetas y apretó suavemente, uniéndolas en el medio. Me apretó por la cintura y empezó a estrujar su miembro húmedo y cálido contra mi entrepierna.

—¿Lo quieres? —pregunté.

—Sí, ahora —gruñó extasiado—. No aguanto.

Me acomodé nuevamente y su pene se abrió camino entre las paredes de mi vagina. Fui descendiendo lentamente, enterrándome la raíz de su hombría. Él se tragó sus exhalaciones con expresión contenida, como no queriendo exteriorizar sus sensaciones.

Me acosté encima de él, cubriendo su rostro con mis senos. Me agarró por las nalgas, empezó a moverse y a lamerme el borde de los pezones. Sus dedos se fundían en mis carnes a medida que me penetraba una y otra vez, sin parar. Me aferré al tope de la cama y me mantuve quieta para que fuese él quien llevara la pauta.

Su falo me atravesaba al ritmo de sus movimientos, un vaivén que me hacía delirar. Mi sudor escurría entre mis tetas, bañando mi pecho y humedeciendo aún más el punto exacto donde mi cuerpo se unía con el suyo. Empezamos a agitarnos de verdad, en desbandada, como si galopáramos. Lo sentí bullir, crecer dentro de mí. Fidel gruñó y gimió con los músculos tensos. Empujó hasta el fondo, clavándome sus manazas fuertes, inyectándome la leche.

Mientras escribo  recuerdo sus manos curtidas, esas manos callosas con que me acariciaba, manos que cuidaron flores, manos que empuñaron tierra, manos que levantaron un negocio, manos que alimentan, que acarician, que viven. Manos migrantes de un hombre que supo seguir un sueño, hacerse de un patrimonio. Seguramente ahora hay otros que caminan al norte persiguiendo el mismo anhelo. Mexicanos, centroamericanos, europeos, asiáticos, católicos, musulmanes, budistas, hombres o mujeres. Nuestro corazón con ellos. No cabe duda que no hay fronteras, ni muros, ni miedos, ni tiranos, que puedan parar los sueños.

Un beso,  

Lulú Petit

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