“Día de muertos” Por Lulú Petite

30/10/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 07:57
 
Querido diario: 
 
Tú conoces esas jornadas largas de trabajo pero sin qué hacer. Así eran algunas noches en la agencia, con poco trabajo y un grupo de periquitas australianas en una misma salita con muchas cosas que platicar y pocos clientes que atender. Todas contábamos nuestras mejores historias.
 
Una noche de esas oscuras, El Hada (que rara vez participaba en estas conversaciones) nos platicó la historia de Antonio, un muchacho al que ella misma conoció hacía algunos años.
 
Antonio era, en ese entonces un muchacho de veintitantos años y un amigo al que El Hada quería mucho. Era un joven de pueblo, un poco tímido, pero con quien El Hada había logrado construir una bonita amistad. Se contaban algunas intimidades.
 
Venía de un pueblo de Jalisco, como a hora y media de Guadalajara, pero se había instalado en la Ciudad de México en una casa en el centro de Tlalpan. Vivía con su papá, un hombre de campo, con malos modales, bigote tupido de canas, sombrero, chamarra y pocas palabras. No había mamá ni hermanos. Como el padre estaba poco en casa, Antonio vivía prácticamente solo.
 
En las noches acostumbraba sentarse a fumar un cigarro y a leer un libro en la parte del frente de su casa. La primera vez que lo hizo vio que poco después de las once de la noche pasaba una joven caminando por la acera de enfrente, tan mal iluminada, que apenas alcanzó a ver su hermosa silueta. Salir con libro y cigarro se le convirtió en un hábito.
 
Cada noche, poco después de las once, la hermosa mujer con una cabellera sedosa y más negra que la noche, una cintura delicada y un andar muy femenino, pasaba frente a él con una especie de uniforme blanco. Siempre la veía, hermosa e impecable, casi sublime, con su falda liza debajo de las rodillas, medias blancas, su blusa de botones, cerrada hasta el nacimiento de sus senos, suéter verde y zapatos de piso, con suela de goma. Cada noche las sombras de la acera de enfrente ocultaban más los detalles de esa mujer que le alegraba la vista y que ponía la cereza al pastel de su rutina de libro y tabaco.
 
La chica era muy seria, a pesar de hacer cada noche lo mismo, caminaba con absoluta disciplina, casi indiferencia. Jamás miraba de reojo ni se permitía el más mínimo saludo o mucho menos coqueteo. Para Antonio, en un principio, se convirtió en una especie de reloj, en la noticia inequívoca de que era hora de meterse a dormir. Con los días se convirtió en un enigma, en una obsesión.
 
Una tarde le contó todo a El Hada y le dijo además, que la noche anterior había soñado con la bella mujer de sus desvelos. El sueño, como todos los sueños, era brumoso. Como de costumbre, estaba solo en casa. Llegada la noche, Antonio esperaba impaciente la hora en la que pasara la bella dama. No leía ni fumaba. Estaba, de hecho parado en la acera de enfrente de su casa. Mirando de frente el camino por el que  ella llegaba a diario, esperándola. De pronto la sintió acercarse. La noche era tan oscura que era imposible ver nada.
 
Al sentirla cerca Antonio se presentó y, de manera muy respetuosa, le explicó que todas las noches la veía pasar y se ofrecía a acompañarla a su casa, para que no caminara sola tan noche. Como única respuesta Antonio sintió los labios de la mujer en su boca. Allí mismo, en la calle, fue desabotonando la blusa blanca que tantas veces había visto y sintió unos senos redondos, duros, perfectos. Llevó a sus labios sus pezones endurecidos y congelados por el frío, y los calentó con su boca tibia. Ella misma se puso contra la pared, con las manos en los ladrillos pelones de ese muro viejo y dejó que
 
Antonio levantara su falda, hizo a un lado su lencería y de una estocada la clavó en el muro y comenzó a moverse lujuriosamente, con embestidas casi brutales, ella gritaba y gemía mientras Antonio la poseía acaloradamente. Justo en el momento en que estaba por terminar, despertó sudando y con una erección enorme.
 
Estaba decidido: Esa noche, según le platicó El Hada, Antonio se le presentaría a la extraña mujer. No esperaba que su sueño se hiciera realidad, pero no perdía la esperanza de hacerse su amigo y de que le permitiera presentarse y, ¿quién quita? Escoltarla a su casa.
 
Esa noche lo haría, según dijo, lo juró antes de despedirse de su amiga, pero El Hada nunca volvió a saber de él.
El Hada trató de averiguar a dónde fue su amigo, quiso pensar que se mudó con su papá a algún otro lado, que regresó a Jalisco, pero un día supo una historia que la dejó helada: En esa calle del centro de Tlalpan, hace años fue atacada y asesinada contra la pared del sueño una joven enfermera a quien, a veces, en la noche, se le ve pasar. Si alguien se atreve a dirigirle la palabra, se escucha un grito desgarrador y el infortunado que hable con la dama bella se pierde en las sombras con ella. 
 
Quién sabe, es sólo una de esas historias de noches largas en una ciudad enorme.
 
Que tengas un buen Día de Muertos
 
 
Un beso
Lulú Petite 
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