Querido diario: El cliente de quien te voy a contar ya peina canas, pero tiene modos juveniles. Tiene una edad indescifrable, de esas personas que a veces se ven más grandes, otras más jóvenes. Su voz es gruesa y carrasposa, como de quien se ha acabado las cuerdas bucales entre tabaco y ron, sin embargo, por muy mal que esto pueda sonar, le da un toque a su personalidad retraída y misteriosa.
Nos vimos el viernes. Tardé mucho en llegar y tocar con el puño cerrado la puerta de su habitación. Era el último viernes de quincena laborable en el año, media legión godín estaba de fiesta y la ciudad hecha un caos. Al otro lado de la puerta, el eco de su voz retumbó en mis oídos:
—Pasa. Está abierto.
Entré y él estaba sentado en un sillón frente a la cama, con las piernas cruzadas como si esperara —o acechara— un espectáculo.
—Pasa —repitió sin quitarme la vista de encima.
Sus ojos me siguieron por la habitación mientras dejaba las cosas sobre el buró, colgaba mi bolsa en el perchero, me ponía cómoda.
—Muy bien —dijo con su acento inclasificable—. Tómate tu tiempo, hazlo con calma. Déjame disfrutarte.
Luego, mientras se tocaba el miembro por encima del pantalón, comenzó a preguntarme sobre mis días, cómo había estado, si estaba cansada, cosas por el estilo. Nada demasiado profundo, aunque para él tuviera un sentido y la finalidad de aclimatarme mientras se soltaba.
—Siéntate —dijo de pronto—. Ponte cómoda.
Hice lo que me indicaba.
—Me gusta despacio. Recuéstate y desnúdate ¿Es posible? —preguntó con una sonrisa lasciva e intimidante. Asentí mirándolo fijamente a los ojos. Alzó una mano como en señal de que tenía su consentimiento para empezar.
Me recosté bocarriba con los codos sobre el colchón. Me alcé la falda y me desabroché tres botones de la blusa para exponer levemente mis tetas.
—Así, me encanta.
Me quité el calzón lentamente, estirando ese momento que le inspiraba sumo placer. Podía escuchar cómo su respiración empezaba a agitarse. Lo miré mordiéndome los labios justo cuando arrojé la prenda al piso y me quedé a la expectativa de su siguiente orden.
—Bien —susurró—. Ahora déjame ver cómo te tocas.
Me lamí dos dedos y fui tocándome poco a poco, deslizando mi mano por mi cuello, jugando con deleite entre mis tetas, bajando despacio por mi abdomen y adentrándome finalmente entre mis piernas. —Así —pidió. Estiré mi rostro hacia atrás y me rendí al simple placer de tocarme y exhibirme. Palpé mi clítoris y comencé a estimularlo. Pequeñas descargas iban apoderándose de mi cuerpo. Me mordí los labios y comencé a gemir, hundiendo mis dedos en umbral, tibio, húmedo y dispuesto como una fruta tropical. Podía sentir la mirada del fisgón, clavándose en mí. Continué, encantada conmigo misma, hasta que sentí la proximidad de sus pasos.
—No pares, por favor —dijo.
Lo escuché destrabar la hebilla de su cinturón, dejar caer su pantalón y bóxer, despojarse de la camisa. Lo sentí hincarse en el suelo, frente al colchón a la altura de mis piernas. El calor de su boca impregnó la atmósfera. Lo sentí clavarse entre mis piernas, su respiración calmada peinando mis manos, mis piernas.
—Permíteme —dijo dulcemente—. Déjame seguir.
Su lengua maliciosa y experta me dio la estocada de placer. Un brochazo húmedo bastó para terminar de prenderme. Arqueé la espalda, dominada por las sensaciones que me provocaba. Clavé las uñas en la sábana, estrujándola con la fuerza. Su boca acariciaba mis labios, empapados y dispuestos, su nariz rozaba mi botón sensible. Estiró sus manos hacia mi pecho. Sus dedos pellizcaron sutilmente mis pezones. Retorciéndome encantada por su forma de hacer oral, hundí mis dedos en su cabellera, indicándole la ruta. Él, consciente de que iba a hacerme estallar, reforzó el ritmo. Entonces. En un trance nebuloso y divinamente confuso, me sentí como una cascada que se desborda.
En el piso, un copioso charco de semen. Él se había venido de rodillas, sin siquiera tocarse, sólo con comerme. Fue una buena manera de darle un pellizquito al aguinaldo, me dijo cuando nos despedimos.
Hasta el jueves, Lulú Petite