A ciegas Por: Lulú Petite

13/07/2015 23:04 Lulú Petite Actualizada 12:00
 

QUERIDO DIARIO: Homero es ciego. Nos encontramos ayer e hicimos el amor. Originalmente, había escrito “nos vimos ayer”, pero caí en cuenta de lo absurda de mi afirmación. No fue una ironía mal intencionada, sino una de esas trampas de lenguaje, “nos vimos” como sinónimo de “nos encontramos” es de esas cosas que dices porque son meras fórmulas.

Como todas las cosas sobreentendidas, solemos ignorar la naturaleza de algunas palabras. Los sentidos nos hacen humanos, son el vehículo de nuestra relación con el mundo. Son la forma física de la conciencia. Ver, oír, tocar, probar u oler, son los medios por los que damos sentido al mundo y a lo que nos rodea.

Homero no es el único cliente ciego que atiendo. En esta chamba me ha tocado atender a varios. Me entiendo bien con ellos. Los seres humanos somos muy visuales y, en buena medida, nuestra idea de la belleza la percibimos con los ojos. Los ciegos, obviamente, no.

Ellos construyen su idea de la belleza en el cerebro y le van dando forma en caricias, olores, sabores, sonidos. Los sentidos se juntan para ir sustituyendo los vacíos a falta de una imagen visual. 

Del mismo modo construyen su erotismo.

Homero es ciego de nacimiento, así que no tiene otro referente del mundo que el que le ofrece el resto de sus sentidos y, por lo tanto, no sabe de lo que se pierde, pero tampoco lo echa de menos. No lo vive como una discapacidad, sino como una forma de vida, así que aunque no pueda verme, al leer lo que escribo (con un software de lectura de páginas web), se ha formado una idea de cómo es una cita conmigo.

Me llamó ayer. Nos vimos en uno de los moteles que acostumbro. Es un hombre maduro que, según me cuenta, ha tenido romances, estuvo casado y, desde que se divorció, de vez en cuando compra un rato de consuelo.

—Y supongo que como hoy no encontraste a esa Consuelo para que te vendiera un rato, me llamaste a mí —dije a modo de broma, jugando con sus palabras.

—No, siempre quise que fueras tú, pero si he de cambiarte el nombre, tienes más pinta de Esperanza que de Consuelo —respondió sonriendo.

Usaba gafas oscuras y un traje gris plomo que le hacía resaltar las canas cenizas. Estaba sentado a la mesita de la habitación. Frente a él, medio vaso de whisky en las rocas.

—Y ¿cómo llegaste aquí? —pregunté. La mayoría de mis clientes llegan manejando y como éste no es un pasatiempo que divulguen, generalmente llegan solos. Él no puede manejar, alguien tiene que llevarlo.

—En taxi —dijo.

Homero parecía conocer bien la habitación, tenía noción de dónde estaban las cosas y navegaba su mapa mental con pericia. Me quedó claro que viene seguido a encontrarse con “Consuelo”. Se sentó en el borde de la cama y se quitó los zapatos.

—Desde aquí puedo olerte. Canela y miel. Sutil —dijo.

Me gustó su voz, tiene un tono muy masculino y seguro. Empecé a relajarme a medida que él hablaba.

—Acércate —dijo—. Déjame tocarte.

Me acerqué y estiró sus manos. Acarició mi abdomen y mis caderas, fue descendiendo por mis nalgas hasta la parte de atrás de mis piernas.

—El tacto viene antes que la vista y habla. Tocar es el primer lenguaje. Y el último. Y siempre dice la verdad —agregó mientras me acariciaba.

Toqué su pene por encima del pantalón. Estaba durísimo.

—Voy a desnudarte —dije.

Lo extendí boca arriba en la cama. Cerré los ojos y dejé que el aroma de su piel entrara por mi nariz.

—Bésame —dijo.

Su boca húmeda sabía a whisky, pero no me desagradaba. Era un sabor fresco y dulce.

—Antes apaga la luz —pidió.

—¿Qué?

—La luz. Apágala.

Me levanté, apagué la luz y volví a la cama. Me he sentido cómoda en el amor con las luces apagadas, iluminando nuestros movimientos apenas con la luz que se cuela de la calle.

—Déjame ponerme encima —dijo Homero, mientras le colocaba el preservativo con los labios.

—Estoy dibujándote en mi cabeza —decía penetrándome.

Me besaba y me lamía el cuello. Hundía su cara en mi cabello y aspiraba muy fuerte. Él imprimía un ritmo acompasado, empujando su cadera entre mis piernas. Sabía muy bien lo que hacía. Palpaba cada centímetro de mi cuerpo.

—Cierra los ojos —dijo de pronto.

—Pero si no veo nada —dije, gimiendo.

—Aún hay luz. Anda. Cierra los ojos—insistió. Y yo le hice caso.

Siempre me ha gustado el sexo a ciegas. El roce de su piel contra la mía era delicioso. Todo lo demás se fundía con esa sensación. Exploté en la oscuridad y fue divino. Él también acabó, encajándose más en mí.

Abrí los ojos, extenuada. Encendí la luz y vi colores otra vez. Él seguía aferrado a sus otros sentidos. Yacía boca arriba, con los brazos estirados y una inmensa sonrisa en el rostro.

—¿Me pediste que apagara la luz para estar iguales? —pregunté.

—No —respondió sonriendo.

—¿Entonces? —

—Alguna vez oí que para ver de verdad hay que cerrar los ojos —respondió.

Yo, convencida, apagué de nuevo la luz, volví a tientas a la cama, me tendí junto a él y cerré los ojos.

PD. La buena: Sí se comunicó conmigo la chica de la que platiqué el jueves. La mala: Puse mal mi correo, el correcto es 

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Un beso

Lulú Petite

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