Esposas desesperadas

08/05/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 08:37
 

Querido diario: 

Uno de los clientes de estos días me trajo una sensación muy fuerte de dejà-vu. Tenía la certeza de que no lo conocía y, sin embargo, la sensación de que sí era demasiado fuerte. Era lo más típico que te podías encontrar en mi historial de copilotos de cama, cumplía absolutamente todos los estándares; de estatura media, peso un poco por encima, principio de calvicie, un rostro que no destacaría entre la multitud y un anillo de casado.

No es necesario que un hombre casado lleve una vida marital insatisfactoria para que me quiera llamar. Yo soy su echar una canita al aire; escucho lo que el cliente me quiere contar, pero jamás me meto en lo que no me incumbe. Algunos se pelean con la señora, otros quieren un respiro de la vida familiar. Otros tienen dentro ese gustito por cogerse niñas atractivas y que nadie lo sepa. Para gustos, colores y sobre el ser humano, no se puede generalizar, porque a la mínima el que parecía el más predecible se te sale por la tangente y te sorprende por donde menos te esperabas.

Y, para variar, así me pasó el otro día: apenas di vuelta tras poner a salvo mi bolso para enfrentar al cliente, me lo encontré con unas esposas acolchadas en la mano, de esas de bondage. Ya de plano le iba a decir que no, cuando me detuvo con un gesto de la mano.

—No es para lo que piensas, Lulú, me dijo con la voz temblorosa, como si temiera que le montara ahí mismo la telenovela reclamándole que no eran mis condiciones. ¿Aceptas que me las ponga yo?

Resultó que lo que quería era tener las manos atadas y bien lejos de lo que más desearía en muy poco tiempo, es decir, manosearme toda, mientras yo le hacía una mamada de las que te hacen poner ojitos de huevo cocido y, si duraba, me lo cogía como mejor sabía.

Qué demonios, pensé. Tonta la que no. Así pues, tras unos besitos y arrumacos de cariño, seguí sus instrucciones y até sus manos con cuidado para que no se hiciera daño alguno. Le mimé como toda una profesional; le llené la cara de besos desde cariñosos a apasionados, con lengua, esos besos que te hacen derretirte como un caramelo al sol al principio para luego acelerarte el ritmo cardiaco como si estuvieras haciendo la maratón de Nueva York, sentir cómo las ganas de besarme más duro se te concentran en un bulto cálido y pesado en la boca del estómago... y entonces te das cuenta de que no sólo me deseas con la boca, y sientes un impulso en la parte baja de la espalda y la tienes paradita y firme como soldadito esperando órdenes... ¿Qué órdenes, si estás atado y no te puedes mover?

 El cliente era consciente de ello, y de sobra. Cuando puse punto  final al beso, fue tras de mí queriendo continuarlo, pero la que llevaba las riendas era yo; eso me había pedido.

 Le puse el preservativo y bajé la cabeza. Le besé la punta: lento, despacito, para hacerle sufrir. Se puede hacer el amor rapidito y satisfacer igual, pero si me pagan una hora, yo hago rendir la hora, y esto era justo lo que mi cliente estaba buscando. Poco a poco fui cambiando de labios a lengua como en un beso, implicando más a la segunda, haciendo deliciosas caricias en el glande mientras estimulaba el resto del aparato con la mano. Me introduje la mitad en la boca, y mi cliente gimió, queriendo soltarse un momento para seguramente enfatizar con sus manos en mi cabeza que siguiera, que más profundo. Fiel a sus deseos, así lo hice. Más profundo, más sabroso, envolviendo con mi cálida y acogedora boquita toda su longitud. Inicié un movimiento que simulaba el del sexo convencional, algo veloz quizá, pero bien cuidado en todo momento...

 —Así no voy a durar mucho —dijo como excusándose. Paré un momento. Me le senté encima, pero sin que su miembro llegara a tocarme, y le acerqué los senos al rostro. De inmediato abrió la boquita como niño de teta para atajar un pezón, pero sólo le permití el gusto unos segundos.

 Cuando me senté sobre su miembro erecto, sin previo aviso, ahogó un jadeo de sorpresa. Me empalé completa, despacito, estirando el momento todo lo que pude... y empecé a cabalgarle. Sabía que no iba a durar demasiado tras el trabajito oral, así que me había ocupado yo solita de estimularme lo bastante para poder venirme con su ayuda. Arqueando la espalda para entrar más profundo y estimular mi clítoris, haciendo un vaivén cada vez más veloz que iba cogiendo ritmo de danza, echando humito casi como cuando frotas dos trozos de madera, mi cliente se vino con un bufido vacuno, y yo con él.

Cuando le solté, se lanzó a abrazarme y tocarme, que si cadera, que si teta, que si cintura en un abrazo apresurado, besándome como un novio adolescente. Quería más, pero la hora había terminado.

—¿Volveremos a vernos? —preguntó

—Cuantas veces quieras —respondí contenta. Cuando conté el dinero de mi pago había dejado una generosa propina y, bueno, además olvidó llevarse las esposas.

 

 Hasta el martes

Lulú Petite 

 

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