“El horario de verano”, por Lulú Petite

07/04/2015 03:00 Lulú Petite Actualizada 10:08
 

Querido diario: Soy una persona de hábitos. Si tú quieres superfluos, pero al fin hábitos: Levantarme temprano, desayunar saludablemente, ducharme, hacer ejercicio. Debo aprovechar las primeras horas del día porque la mayor parte de la chamba sale en la tarde.

De seis de la mañana a una de la tarde debo atender todos mis asuntos personales, después abro el changarro para comenzar a consentir a mi adorable clientela. Mientras sale chamba me pongo a escribir, a revisar redes sociales y demás rutina que me deja poco tiempo libre. Todo funciona bien hasta que, como cada año, “la puerca tuerce el rabo” justo en el primer fatídico domingo de abril.

El domingo pasado quedé de verme con un cliente a las cinco de la tarde. Hace mucho que nos conocemos. Se llama Hugo y es un hombre guapo, serio y muy formal. Es abogado, joven, pícaro, querendón y buenísimo para hacerme reír con sus ocurrencias; eso sí, siempre anda a las carreras. Entre semana le cuesta un huevo desafanarse de la chamba para darse un rato de placer, así que cuando pide y puedo, lo atiendo los domingos. Es el día que mejor le queda para darse la escapada.

Como él siempre es puntual y yo tenía planes para más tarde, me fui adelantando rumbo al motel, así cuando llamara confirmando el número de habitación yo estaría súper cerquita, empezaríamos rápido nuestro romance y podría llegar sin bronca a mi compromiso de las seis y media.

El caso es que eran las cinco y cuarto, yo estaba ya en el motel y el cabrón no me llamaba, así que le mandé un mensaje de texto: “¿Ya casi corazón?”.

Unos segundos después me respondió: “Pero si son las 4:15, quedamos a las 5:00”. Para no hacer el cuento largo, el angelito olvidó adelantar su reloj con el cambio de horario. Se fue en chinga al motel y nos vimos casi al cuarto para las seis. Claro, llegué tarde a mi compromiso de las seis y media.

No sé a quién demonios ni fumando qué clase de hierbas exóticas se le ocurrió esta grandísima tortura del “horario de verano”. Siempre me imagino a un cabrón de bata blanca, con diploma de sabio, rodeado de muchos tipos con trajes grises, explicándoles con matemáticas impecables, tablas por aquí, gráficas por allá, números, letras, algoritmos e hipotenusas, cómo quitándole una hora al día cada seis meses, se iba a ahorrar un madral de energía eléctrica a costa de las inofensivas desmañanadas de la plebada.

Ni modo. Una que no tiene ni bata blanca ni traje gris, no te queda menos que desear que con este ahorro de energía, se le baje una rayita al maldito termómetro del calentamiento global y se salve al menos un osito polar de la extinción.

Ojalá así fuera. No quiero llevar en la conciencia la destrucción de un hábitat por querer dormir una horita más. La bronca es que no me queda claro lo del ahorro de energía y tampoco me consta que el de bata blanca que dio la idea, o los de traje gris que la hicieron ley, no sean una especie de sociópatas con ganas de joder al prójimo haciéndolo madrugar a lo tarugo.

En mi caso, cada que tengo que acostumbrar mi cuerpecito a este maldito ajuste de horario, significa que, al menos los primeros días estaré de malas, con los ojitos a media asta e, incluso, con riesgo de quedarme dormida como el perico, a medio palo. Te juro que no puedo terminar de adaptarme hasta octubre, cuando regresa el horario normal y esta tortura se va al cuerno otros seis meses.

Y si eso pasa conmigo que, mal que bien, no checo tarjeta y puedo levantarme más tarde cuando me viene en gana, ¿qué onda con la gente que tiene un horario de trabajo riguroso? ¿Qué pasa con toda la banda que para llegar a su chamba tiene que ir de un extremo a otro de la ciudad, tomar el micro, luego el Metro, transbordar, agarrar un Metrobús y todavía caminar un par de cuadras antes de checar su entrada? ¡Son jaladas!

Porque claro, si con el horario normal para lograr semejante hazaña y llegar a tiempo, el honorable ciudadano se levanta a las 5 de la mañana; gracias a la brillante idea del imbécil de la bata blanca durante seis meses tendrá que pelar el ojo a las cuatro de la madrugada, cuando hasta el pinche gallo pide que lo dejen seguir durmiendo.

A esas macabras horas se debe despertar la gente, encender las luces después de darte el típico putazo en el dedo meñique del pie (porque a las cuatro de la madrugada no se ve ni madre) y comenzar a prepararte para el día. Así que las luces que no prendiste en la noche, las ocupaste en la mañana, igual que en la mayoría de las casas donde hacen travesías parecidas, o en talleres, panaderías, oficinas, restaurantes, en todos lados. En cada rincón, desde muy temprano se empiezan a prender luces, de modo que no se entiende dónde está el mentado ahorro y cómo se está salvando al osito polar y a la familia de Chilly Willy para que el Polo Norte no se convierta en un charco de agua fría.

No lo sé, el caso es que entre el plantón de Hugo y las demañanadas, debo admitirlo como cada año: Me recontracaga el horario de verano.

Un beso

Lulú Petite

 

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