¿Dónde estás?

Sexo 03/03/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 17:34
 

Querido diario: Hace unos días fui al cine con ex compañeros de la escuela. David, mi ex, está estrenando noviazgo con una chica que se llama Elisa. Me cayó bien. Fuimos a ver La Habitación, era de las que nos faltaban para ver todas las que estaban nominadas para los Oscar más importantes.

David y Elisa fueron por palomitas. Roberto, quien desde tiempos de la escuela medio me tiraba el can, se quedó conmigo. Estaba impregnado en colonia cítrica.

¿Quería seducirme o intoxicarme? Me platicaba cosas de la película y de los premios Oscar, él con la idea de que debía ganar El Renacido y cómo eso sería un orgullo nacional; yo diciendo que Mad Max tenía méritos, quizá sólo por contradecir. 

Roberto nunca me cayó del todo bien, en cambio, Elisa, una pelirroja chaparrita y con buen cuerpo, resultó ser muy simpática y fue la primera en secundarme cuando después de la película, les propuse que nos largáramos a un antro.

David, en principio renuente, fue convencido por Elisa, así que nos sacudimos los restos de palomitas y nos dispusimos a seguir la fiesta.

Finalmente llegamos. Elisa estaba encantada con el lugar. Era como si no hubiera salido nunca de su casa. David y Roberto se rezagaron mientras ella y yo nos dirigíamos al tocador. Viéndonos por el espejo me contó que estaba muy a gusto con David. Me alegró oírlo, a él lo quiero bien y es agradable que esté con alguien que lo quiere. No quise hablar de más. No sabía si ella tenía noticias de que David y yo, durante la universidad, fuimos pareja. No es un tema del que quieras enterarte mientras te retocas el maquillaje.

De salida, en la fila para el baño de los hombres, vi a Abel que caminaba directo hacia mí llamándome con la mano. Fue como caer por un agujero al pasado. Estaba cambiadísimo. Lo recordé de tiempos de la agencia del Hada. Siempre serio y trajeado, pero eso de llamarme en público me sacó mucho de onda.

Le dije a Elisa que se adelantara y me quedé hablando con Abel. Siempre tan cariñoso como misterioso, me llevó aparte y, con cierta discreción, me preguntó si seguía en el gremio.

—Creo que puedes gustarle mucho a un amigo muy especial, es cliente de la empresa y, me gustaría que lo atendieras—, dijo.

Me explicó que un tal Louis, un gringo, estaba con él en el antro y se comprometió a cerrar el trato si le conseguía con quien pasar un buen rato, así que cuando me vio en el lugar fue como un regalo providencial.

—¿Puedes?, me preguntó Abel.

Le iba a decir categóricamente que no, cuando olí algo. Roberto estaba ahí, de metiche, haciéndose el macho, como si fuera mi pareja y defendiera su territorio.

—¿Todo bien?, preguntó.

Entorné los ojos. Le di un besito en la mejilla a Abel y aproveché para decirle: “Cuenta conmigo”. Me puse de pie y, acordando un generoso sobreprecio, fui con él dejando a Roberto atrás.

Un rato después estábamos llegando al motel. El amigo de Abel, Louis, era un gringo con los ojos turquesa. No hablaba ni una pizca de castellano, pero le gustaba mi acento chilango y no quería que le tradujera nada. Estaba un poquito pedo y contento cuando entramos a la habitación.

Tenía las manos grandes y sus antebrazos macizos y cubiertos de pelusa tan rubia que parecía blanca. Me contó que nació en el norte del norte, casi por donde Santa Clós tiene su fábrica. Fue beisbolista, no de los malos, sino de los peores, pero que siguió en el asunto de los deportes e hizo de eso buen negocio.

—¿Así que te gustan las pelotas?—, dije quitándome el sostén y mordiéndome el labio.

Eso sí que lo entendió. Se puso colorado como un cangrejo y atrapó mi boca con la suya y me alzó al vuelo, dejando caer su pantalón. Era bajito, pero todo compensado en su entrepierna con una herramienta de buen tamaño.

Lo hicimos de pie, en medio de la habitación. Me sentía como una muñequita de trapo, vapuleada divinamente. Me agarré de sus hombros y empujé su cadera en la mía cadera con todo mi peso. Una descarga preorgásmica estremeció mi estructura. Nos lanzamos en la cama, que de inmediato comenzó a rechinar al ritmo de sus embestidas. Levanté una pierna y la apoyé en su hombro. Su daga entró con más fuerza y profundidad. Balbuceaba tímidamente frases en inglés que no entendía ni me esforzaba por comprender, convulsionando y gimiendo. Estaba a punto, al igual que yo. Su dedo, salado y dulce al mismo tiempo, entró en mi boca. Lo succioné extasiada. Su dermis emitía un aroma animal, casi salvaje, primigenio, original. Lo demás fue silencio absoluto. El placer sexual no necesita más palabras, sea verbo o adjetivo. Sus ojitos brillaron desorbitados, clavados en el vacío que eran los míos. Me abrazó y dijo algo que no entendí.

Aquella intimidad instantánea era mucho mejor que lidiar con alguien que no provoca ni un suspiro.

Salí de ahí después de hacerlo una vez más, y cuando caminaba por el pasillo sonó mi cel. Era Roberto.

 —¿Dónde estás?—, preguntó enojado.

Por toda respuesta sonreí con morbo, como si él pudiera verme al otro lado de la línea.

Un beso 

Lulú Petite

 

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