Querido diario: El otro día fui a cenar. Hay un sitio que me gusta porque tiene una especie de terracita desde la que se puede ver toda la calle detrás de un gran cristal, donde puedo sacar mi compu y ponerme a escribir para ti. Cené y me puse a trabajar, estaba escribe y escribe hasta que lo vi al otro lado del vidrio. A lo lejos, como una aparición. Era Alejandro.
No lo veía desde hace, al menos, un año. La última vez él estaba encuerado, todavía en la cama encendiendo un cigarrillo y yo, despidiéndome con un beso que le lancé desde la puerta antes de cerrarla. Ahora iba con traje negro y corbata. Además, se bajó de un Audi muy bonito, nuevo y más pulido que una bola de billar. Abrió la puerta, le entregó la llave al valet y le dio algunas instrucciones tomándolo amablemente del hombro. Él es así, tiene un don para tratar a la gente, pedir las cosas, salirse con la suya. Me cae bien.
Supongo que mi mirada le pesó, porque volteó a verme ¿Nunca te ha pasado? Cuando miras intensamente a alguien y voltea a mirarte. Ni siquiera tiene que conocerte. Es algo que pasa y ya, como una conexión o impulso electromagnético. Bueno, esto fue más o menos así. Mientras él se disponía a entrar fijé la vista en él. Hablaba por el celular y gesticulaba caminando de izquierda a derecha. Entonces levantó la vista y me miró.
En eso apareció una viejita con pinta extranjera que salió del restaurante y saludó a Alejandro con familiaridad. Él colgó su cel de inmediato y empezó a seguir sus pasos lentos por la acera. Rezagado detrás de ella, se detuvo un instante y miró en mi dirección. Alzó la mano y me saludó como si se despidiera a bordo de un crucero que zarpa a altamar. Le devolví el gesto y lo vi desaparecer detrás de aquella mujer.
A Alejandro lo conozco desde mis días novatos en la agencia del Hada. De muy joven había sido taxista. Después de hacerse de un coche pudo comprar otro y así. Hizo buenas relaciones y de pronto ya tenía una flotilla. Se hizo después de microbuses y, bueno, poco a poco se forró de lana. Para los tiempos del Hada le iba muy bien y era cliente recurrente. Yo creo que nos cogió a todas, incluyéndome, desde luego.
Le gustaba hacer chistes picantes y no desperdiciaba ninguna oportunidad para jugar con nosotras. Era un hombre divertido y muy ocurrente. Me caía bien. Sé que era canijo y de armas tomar, pero conmigo siempre fue muy cariñoso y a la gente que lo rodeaba la trataba siempre bien.
Transcurrido cierto tiempo, después de que dejé al Hada y me hice independiente, me llamó y nos vimos. Es un putañero empedernido, así que no le costó trabajo dar conmigo en mi etapa independiente.
Estaba segura que, después del saludo desde la ventana del restaurante me volvería a llamar y así lo hizo. Ni siquiera se tardó. Al día siguiente pidió verme. Quedamos a las ocho en el motel de la última vez sobre Avenida Patriotismo.
—Oye —lo saludé— me dio gusto verte ayer, sabía que llamarías ¿eh?
—¿Tan predecible soy?
—No sé, tal vez soy un poquito adivina.
—¿Me vas a leer la mano? — preguntó poniéndola en mi entrepierna. Di un brinco hacia atrás. Sé que es cabrón, pero no me esperaba ese movimiento.
—¡Quieto tigre! Que esto se cocina a fuego lento— le reclamé en broma.
Platicamos un rato, poniéndonos al día. Resulta que Alejandro es dueño del restaurante que tanto me gusta y la señora con pinta de extranjera es su socia y la que, en los hechos, lleva el changarro. Mira si es el mundo chico.
Sin más parloteo, pasamos a la acción. Alejandro seguía sorprendiéndome. Estaba más gordito, pero más sabroso. Olía muy rico. Me tomó por la cintura y, acercándose lentamente, me comió la boca con un beso y plantó de nuevo su mano entre mis muslos. Me jaló hacia él y sentí cómo su miembro se despertó y se puso durito.
Él mismo se puso el condón y me agarró por la cadera. Me colocó en cuatro patas, me apartó el cabello del cuello, me besó la nunca y los hombros y me empinó su chile bien adentro. Estrujé la sábana con los dedos y eché la cadera hacia atrás, abarcando con mi ranura humedecida y caliente su pene hinchado. Sus manos en mi cadera me dirigían a la perfección. Si hay algo que sabe Alejandro es manejar por curvas peligrosas. Lo vi por el espejo y, como aquel día, como si sintiera un impulso, volteó a mirarme y sonrió. Su rostro estaba empapado en sudor y podía verlo resoplar el aire, gruñir y gemir encantado. Mis nalgas se derretían con su empuje. Los vellitos de sus muslos me hacían cosquillitas muy ricas en las piernas, su sudor goteaba sobre mí y sus manos recorrían mi pecho y mi vientre y se escurrían por entre mis piernas. Encontró mi clítoris a flor de piel. Apenas lo rozó y yo ya estaba viendo colores, temblando por la cosquilla tan divina que se fraguaba en mi interior. Acabé justo después que él con la ayuda de mis propios dedos, aún ensartada y mordiendo la almohada para ahogar mis gemidos y gritos. El resto de la hora se nos fue hablando de esto y de aquello.
Al despedirnos me dijo que me llamaría pronto. No sé si sea cierto, pero me dio gusto verlo de nuevo.
Un beso
Lulú Petite