Don José, por Lulú Petite

01/09/2015 03:00 Lulú Petite Actualizada 09:47
 

QUERIDO DIARIO: Don José es un hombre de sesenta y tantos años. Es veracruzano. Fuma puro, usa sombrero y guayaberas. Esconde sus ojos claros detrás de unas gruesas gafas, su cabello es gris y su bigote completamente blanco, creo que nació con la piel clara, pero la ha ido tostando al sol. Es un poco más alto que yo, deportista, fiestero y buen conversador.

Vive en la Ciudad de México desde los años setenta, principios de los ochenta. Es un hombre de estilo jarocho, no le gustan las formalidades de las ciudades y viste como en su pueblo. Está casado y tiene tres hijos, dos gemelos muy guapos y una hija que se casó hace  varios años y está por hacerlo abuelo por tercera ocasión.

Es un hombre alegre y de familia. Le encanta tener en casa a sus amigos, parientes, hijos, nueras, yerno y, desde luego, a sus nietos. Como siempre ha sido juguetón, todos los niños lo vuelven loco de contento, pero sus nietos son su adoración. Le gusta contarme de ellos antes de comenzar con lo nuestro.

Hace unos años se jubiló, pero sigue trabajando, tiene un negocio muy rentable y, afortunadamente, le va bien. Tiene todo el tiempo libre para disfrutar de la vida, pero también es un hombre con ocupaciones, que no se ha dejado envejecer. Cuando menos una vez a la semana, los sábados de preferencia, invita a su casa a todo mundo, se reúnen cuando menos una veintena de personas y se la pasan de maravilla, entre carnes asadas, botellas de vino, cerveza, música, chistes, conversación. Al final, abraza a su esposa y comienzan a arreglar la casa, para tenerla lista en el siguiente sábado, o antes, si la ocasión se presenta. Don José adora a su esposa.

La última vez que nos vimos, la semana pasada, lo encontré más guapo que nunca. Hay hombres a los que la edad los embellece. Acostumbrada a sus modos pausados, ese ritmo parsimonioso con el que se mueven quienes no se apuran por nada ni nadie, caminé con la espalda bien erguida hasta el centro de la habitación, di una vuelta para exhibirme, me desabroché la blusa, me quité la falda y me senté en el borde del colchón. Él ya estaba en su lugar de costumbre, en el sillón de la esquina, con la mitad de su cara sostenida por su palma abierta. En la otra mano su habano que, aun apagado perfuma la habitación con su aroma a tabaco dulce, como achocolatado. Su mirada se me insertaba en el cuerpo.

—¿Te gusta así? —le pregunté, y mordí mi labio inferior.

Él asintió lentamente y tomó una bocanada de aire. Luego hizo un gesto con la mano, muy delicado, casi coreográfico, que se podía interpretar como “prosigue, por favor”.

Crucé las piernas y acaricié mi liguero. Arqueé la espalda y levanté la cara, ofreciéndole mi cuello. Alcé los brazos y toqué mi nuca. Quería que viera mis partes menos expuestas, toda mi vulnerabilidad. Nos distanciaban dos o tres pasos y apenas nos tocamos, pero sabía, y sé porque puedo sentirlo, que esto lo excitaba.

Entonces, me quité el sujetador muy lentamente, dejándolo correr por mi piel como una caricia del viento, sin prisas. Me incliné y estiré una pierna. Tomé la punta del tacón con ambas manos y me lo quité con lentitud. Luego repetí esta operación con mi otro pie. Descalza, me dejé caer de espaldas sobre la cama y alcé las piernas y las moví como si caminara sobre un techo invisible mientras me quitaba el liguero, el calzón y las medias. Chupé mis dedos antes de que recorrieran mi cuello, mi pecho, mi vientre y mi entrepierna. Escurrí los dedos dentro de mí mientras rozaba y apretaba la mano contra mi clítoris.

Abrí las piernas para él. Su asiento siempre es el mejor para ver lo que se avecina. Mi cuerpo temblaba, se derretía. Ser totalmente vista, devorada con la mirada, te pone a prueba. Don José nunca me da órdenes. Se sienta y me mira, sin escrúpulos, sin pestañear casi. Escuché que su respiración se agitaba cuando me entregaba más a mi pasión. El cosquilleo comenzaba a manifestarse. Apreté mi pezón izquierdo y hundí más los dedos en mi interior. Saqué la lengua y me lamí los labios, gemí, vi luces de colores y ahogué un grito. Tuve un orgasmo espectacular que dejó muy contento a don José, pues cuando terminé lucía bajo su pantalón una erección tremenda.

—¿Listo, don José?

—Listo m’ija, ándale pues. Muchas gracias.

Don José, como dije, es un hombre de familia y adora a su esposa. Por la edad, ya aquello no le funciona como hasta hace unos años. Por eso de vez en cuando me llama, se toma una de esas pastillitas que levantan tiendas de campaña en los pantalones de los hombres y me espera para que me masturbe frente a él. Mientras me ve, el medicamento hace su efecto y ¡zaz! ya está listo para correr a casa y desquitar la calentura con su esposa. Nunca me ha tocado y, desde la primera vez que nos vimos, me contó para qué lo hacía. Me parece un hombre de una tremenda ternura.

Al principio pensé que yo era su fantasía, pero soy su afrodisiaco. Su fantasía ha sido y es hacer el amor con la mujer a la que ama. Pero ¿qué tal si de fantasías hablamos mejor el jueves?

Hasta entonces, besos

Lulú Petite

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