Se me antojaba y resultó gay

Sexo 17/10/2016 05:00 Yudi Kravzov Actualizada 05:01
 

La vida dentro de la cocina económica de mi mamá, donde trabajo ocho horas diarias, me parecía tediosa, vana y estúpida hasta que Juan Carlos comenzó a venir todos los días de dos y media a tres.

Desde entonces se convirtió en un privilegio. Además del gusto de ayudarle a mi madre en el negocio familiar que emprendió hace tres años, comencé a sentir que alimentar a las familias de mi colonia era un trabajo de mucha responsabilidad. Eso hacía que los vecinos nos identificaran y nos quisieran.

Conocí a Juan Carlos hace tres meses. Su presencia hizo que yo comenzara a lucir guapa y arreglada para el trabajo, y que me emocionara sazonando, con mi toque especial, los frijolitos y las papas con chorizo, porque sé que le fascinan. Muchísimas veces lo vi deleitarse con mi guacamole y mi salsa verde. Me di cuenta de que disfruta las fresas con crema, el pastel de manzana, los plátanos machos con crema y cajeta, y el flan de queso que me queda estupendo. Desde que lo vi, me fijé en que no traía argolla, ni usa el celular mientras come. Platicábamos mucho y nunca me atreví a preguntarle a qué se dedica, qué le gusta hacer en sus ratos libres y si tiene familia o no. Lo vi meterse varias veces a un edificio color marrón que está a tres cuadras y media de la fonda, rumbo a Viaducto. De inmediato pensé que ahí trabajaba.

Me gustaba pensar en él y soñar con que algún día me dijera cosas lindas al oído. Yo estaba dispuesta a acostarme con él, aunque fuera casado, aunque tuviera novia, aunque fuese más chico que yo. Nuestra relación se hizo nuestra y aunque nunca me invitó al cine o a cenar, yo veía que tenía detalles amables conmigo y mucho agradecimiento cada que yo lo atendía.

Antes de dormirme, me gustaba pensar en cómo me iba a vestir para parecerle guapa. Varias veces le tomé yo la orden y le regalaba totopos, galletas o arroz, según lo que me pidiera. 

Él, agradecido, se aprendió mi nombre, me preguntaba mi opinión sobre los guisados del día y varias veces me pidió que le pusiera un postre doble, para cenar algo ligero.

Traté de insinuarme dos veces y le hice saber que me gustaba de muchas maneras. La semana pasada decidí esperar a que saliera de trabajar y hacer como que nos encontrábamos. Yo llevaba condones conmigo y unas ganas claras de llevármelo a un hotel, aunque fuera yo quien pagara el cuarto. Juan Carlos se había convertido en el hombre con el que había soñado varias veces, en la persona con la que me imaginaba haciendo el amor día y noche. Me dije a mí misma, en muchas ocasiones, que tenía que darme ese gusto, porque yo lo que quería era sentir su piel. Así que me perfumé, me pinté los labios y esperé afuera del edificio marrón, pero lo vi salir con un tipo mayor que él, al que de pronto besó en la boca.

Mi vida se ha vuelto otra vez insoportable. Odio oler a fritanga, cocinar frijoles, arroz con leche y mole de olla. Mi mamá insiste en que me recoja bien el cabello, y yo le digo que deje de fastidiarme. Cuando viene Juan Carlos ya no lo atiendo, ni le regalo totopos, ni guacamole. No me preocupo por lo que pide y me siento furiosa de cocinarle a la colonia, a los vecinos y al Juan Carlos cabrón que me coqueteó durante casi tres meses, sabiendo que es homosexual.

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