Enciende mi lujuria

Sexo 25/05/2016 05:00 Anahita Actualizada 05:05
 

Que un hombre guapo beba café expreso enciende mi lujuria. Yo creo que esa fuerte infusión es más varonil que el whiskey, el tequila o hasta el mezcal.

Para mí, un buen expreso es sinónimo de virilidad. Y cuando yo lo deleito, es como besar a ese hombre que lo acostumbra todos los días.

A Rafael lo conocí en una cafetería del Centro Histórico, de esas en las que se sirve excelente café de toda la vida; mezclas dignas de conocedores que requieren un disparo que despierte los sentidos, que ya no los perturba, pero sí los estimula como un apretón en el trasero de la chica que les gusta; se les nota en la cara que cada trago los conforta.

Lo vi ahí, sentado en una mesa. Yo llegué a comprar el café de siempre, mismo que en casa suavizo con un chorrito de leche. Gallardo, concentrado en la lectura de un periódico y dando sorbos a la taza, ni se inmutó por mi presencia, algo que me dio confianza para pedir un cortado y ponerme estratégicamente frente a él.

Fui una discreta voyerista con fines fetichistas, y más valía adoptar el mejor ángulo por si me delataba en la osadía. Con los codos en la mesa, una mano encima de la otra y mi barbilla sobre ambas, gozaba de la varonil escena. Sin embargo, mi mirada se desvió a su entrepierna y constaté la buena dotación. “Si así está en quietud…”, pensé mientras servían mi bebida.

De repente, el ejecutor del objeto de mi deseo cerró el diario, vio el reloj, de un sorbo apuró el humeante líquido y pidió la cuenta; yo suspiré desilusionada y torcí la boca en plan caprichoso… No imaginé que tras pagarle al mesero y levantarse, iba a dejar en mi mesa un mensaje con todo y su número en una servilleta: “Te vi que me veías, te invito un café”. La estela que dejó al marcharse olía a expreso e incienso.

Mi indecisión duró un par de días y le llamé; nos reunimos en el mismo lugar, donde debía activarse mi debilidad por el erótico talismán, y después de dos citas, platicando y admirando su ritual, le confesé mi pecado, al tiempo que yo lubricaba y él se excitaba ante la insólita revelación. Saldamos la cuenta y nos fuimos de ahí.

En su cocina, una cafetera italiana relucía junto a una bolsa de grano molido. Su departamento olía igual que él, y envuelta en tan incitante ambiente y luego de unos besos y abrazos candentes, le pedí que me hiciera un expreso. Mientras bullía la fragante preparación en la lumbre, burbujeaba mi centro a la vez que Rafael me quitaba la ropa frente al horno de microondas; desnuda me puso contra la barra de espaldas a él y comenzó a amasarme los pechos, besando mi cuello.

Yo, extasiada por el aroma y sus ansias, me apoyé en la superficie y me incliné para darle mis nalgas; aprisa se bajó el pantalón y los bóxer, se zafó el suéter y con fuerza me dio por atrás, mientras yo reía como drogada por la fragancia y la tan suculenta embestida. Sujetado en mi cintura, clavaba incesante su miembro y me decía que mi extraña afición lo cachondeaba aún más. El café se derramaba del traste italiano perturbando la flama de la estufa.

Cuando Rafael salió de mí por un momento, di una voltereta y ya lo tenía recargado en el mueble con el pantalón atrapándole los pies; apagué la hornilla, con calma me serví un poco del humeante líquido y lo enfrié a soplidos, mientras él me observaba. Su pene seguía erguido y lustroso, y a la vez que yo admiraba su trozo, tomaba mi expreso y recogía con mis dedos el jugo que escurría por mi muslo para untarlo en su falo.

Me acerqué y bebió de mis labios la ruda infusión, derramó unas gotas en uno de mis senos y de inmediato se volcó a lamerlo al tiempo que le hacía un manual en su sexo, para luego hincarme, meterlo en mi boca, chuparlo y comerlo de la raíz a su glande... Así fue como le di un explosivo orgasmo con sabor a expreso, mientras él me daba su leche para que supiera más rico mi café.

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