Tan caliente como una vela

Sexo 20/07/2016 05:00 Anahita Actualizada 05:09
 

Me gusta la penumbra y lo que ella me trae; imaginación, confort y un dejo de nostalgia que me hace acurrucarme en los buenos momentos. Como el recuerdo de Rodolfo y su pequeño departamento en el que escribía sin parar a la luz de las velas que él ponía a propósito para inspirarse aún más.

Una noche, en su ritual literario, le llamé para contarle que ya habían publicado mi primera columna en una revista virtual; “vamos a festejar”, me dijo contento, y sin más, acepté y colgué entusiasta para luego agarrar la gabardina y un par de botellas de vino que siempre tengo a la mano “por si se ofrece”.

Toqué a la puerta y mi escritor favorito me recibió lampareado por la luz que el alumbrado público le descubrió la cara tan sumergida en la semioscuridad obligada de sus noches, lo abracé y efusiva le planté un beso en la mejilla como agradecimiento por la amable invitación; tomó mi mano y me condujo por las poéticas sombras que invadían su recinto.

Mientras Rodolfo me quitaba las botellas y después la gabardina, volvió a felicitarme por tan exitoso comienzo; yo, curiosa, me dirigí a su computadora colocada en la mesita de la sala cuando servía el licor en dos vasos azules, y de reojo noté que él me observaba, dejó que escudriñara en el escrito y me preguntó que qué me parecía el comienzo.

“Una bella mujer ha cumplido su objetivo: delatar sus antojos sexuales en una página en blanco en la que ojalá algún día yo sea presa de ellos”, serpenteaba la frase en el espacio. Me sonrojé y caí en cuenta que siempre hago lo mismo cuando voy a visitarlo… Sin embargo, nunca había sentido tal excitación como aquel momento por el inclemente mensaje.

Se acercó con el vaso de vino y casi se lo arrebaté intranquila para darle un sorbo grande y así calmar el ardor que comenzaba a colmarme el pecho. 

Él, fragante y de semblante apacible que, debido a ello, nunca imaginé que disparara a quemarropa, se sentó a mi lado y cerró la pantalla de la máquina, me inclinó hacia el respaldo y me rozó la boca con la suya imperceptiblemente, pero abriendo presto la compuerta fluvial de mis instintos.

La luz de las pequeñas llamas apenas rebelaba sus gestos, aunque con ella el brillo de sus ojos se magnificaba. Su miraba se proyectaba en la mía y su mano, poco a poco, descubrió uno de mis hombros y con la otra desabotonaba mi camisa.

Mis palmas no pudieron hacer más que aferrarse al asiento al tiempo que cerraba mis párpados y abría mi boca para jadear suavecito como sus dedos bajando el tirante del sostén.

El silencio era tal, que los diminutos chispazos de las mechas se escuchaban como hadas pululando en el encuentro. Rodolfo, con sabor a vino, deslizó la punta de la lengua en mi cuello y volví a resollar, mientras me afianzaba al tapiz del sofá.

“¿Te molesta?”, cuestionó apenas entendible por su placentera labor en mi garganta, pero yo le respondí con gemidos sutiles y continuó barnizando la piel.

Fue así como despegué una mano de la tela y la pasé por la que cubría sus genitales en acompasado vaivén. Delicado, se posó encima de mí y al mismo tiempo bajamos los cierres de ambos pantalones; se hincó frente a mi sexo desnudo y empezó a hacer lo mismo en él como en mi cuello, iniciándome con un oral, despacio, pero gustoso.

La lumbre en las velas tiritaba más inquieta, transformando su rostro de manso a un ser avivado por la lujuria cuando volteó a verme desde mi pubis sin parar de lamerlo. Se agarró de mis senos que yo ya había descubierto y su lengua se hundía donde la luz candorosa no podía entrar.

Cuando estaba más que lista y tremendamente mojada, el hombre esbelto, casi lánguido y de brazos largos, se levantó, quitó sus ropas e inesperado, me cargó para irnos a su cama. Mientras sacaba el condón del empaque, yo, románticamente recostada, chupaba su pene manteniendo su erección como pretexto para deleitar ese bulto que tantas veces vi escondido y antojable.

Y así, en la armoniosa danza del fulgor de las velas, copulamos cadenciosos, sin prisa, con los cuerpos como flores de loto entrelazadas, empujándose una contra la otra para una unión más intrincada, mientras su falo se clavaba cada vez más cuando nos apretábamos y cachondeábamos con besos y restregones de mis pechos en el suyo hasta que se consumieron las ceras.

La penumbra, esa cómplice de nuestras energías libidinosas, ahora me invita a recordarlo.

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