Le pedí leche

Sexo 10/01/2018 05:18 Anahita Actualizada 08:44
 

No importaba que yo eligiera una mesa diferente a la hora del desayuno en el restaurante al que voy unas tres veces por semana; Jaime –como se leía en su gafete– siempre iba a atenderme.

Alto, moreno, de ojos pequeños y una mandíbula como moldeada por un artesano, tenía más personalidad de soldado raso que de mesero y me atraía mucho. Su gentileza para conmigo era más especial que con otros comensales y, por eso, me gustaba todavía más.

Una mañana, al posar el vaso de leche en la mesa, me dejó ver la mitad de su bíceps que llenaba de rica manera la manga corta de su filipina. Noté más intensa su fragancia ese día y me di cuenta de una pequeña lesión en la mejilla hecha, seguro, mientras se afeitaba.

Su perfil quedó muy cerca de mi cara y al tiempo que dejaba el vaso, le toqué la herida. “¿Qué te pasó?”, le pregunté fingiendo no saberlo, “me corté con el rastrillo”, me contestó sin voltear a verme ni retirar su rostro de mi mano.

Conscientes de que esto no iba a quedar en un simple flirteo y una conversación amena como ya hace varios meses, se incorporó y me hizo un guiño llevándose los platos sucios. Al cabo de media hora, lo llamé para pedirle la cuenta. Al reverso del ticket, había escrito su número telefónico.

Llegada la noche, le mandé un mensajito: “¿Nos vemos?”… “Salgo a las 9, hoy hago doble turno, ¿no importa?”… “Te espero”. Mis manos temblaban al teclear la respuesta y le escribí mi domicilio.

Fue extraño verlo vestido de ropa casual y frente a mi puerta; sin embargo, la gallardía se enalteció con esa chamarra de piel color vino y sus pesados botines de motociclista. Nos dimos un beso en sendas mejillas y la de él, donde tenía la herida, estaba muy fría.

“Vengo en moto y afuera está helando”, me dijo casi disculpándose de su estado. Lo invité a pasar; “¿quieres chocolate caliente?”, le ofrecí, “ahora yo te voy a servir”, y rió apenado.

Y mientras templaba sus manos con el barro de la taza, volví a acariciarle el corte que se hizo al afeitarse, me acerqué y le besé la herida. Nervioso, le dio un sorbo al chocolate y le quité jarro.

Entonces, nos besamos profundamente; su chamarra rechinaba entre mis brazos y su nariz fría tocaba diferentes puntos de mi cara; algo cómico para una primera cita, pero que fue tomando tintes cada vez más candentes.

Le quité la chaqueta y su nariz iba tomando buena temperatura al igual que el resto de su cuerpo. Y así el resto de la ropa hasta que nos encontramos desnudos en la alfombra.

“El dulce Jaime”, pensaba mientras yo jadeaba y él besaba y acariciaba centímetro a centímetro mi piel con tal sensualidad, que se distinguió entre los hombres que me han tocado con arrebato.

Su ternura rompió esquemas y podría decir que más que sentir, fue admirar los viajes que su boca hacía por mi cuerpo, al igual que sus dedos, mismos que sólo rodearon mi pubis sin ir más allá…

Cuando me puso tiernamente boca abajo, él consintió mis glúteos y mi espalda; pasaba su lengua y sus palmas, igualmente hábil y generoso como cuando me atiende en el restaurante.

Y me cubrió con su humanidad; extendió mis brazos con los suyos en la alfombra y comenzó a menear su sexo sobre mis nalgas, contoneándose en ochos y de arriba a bajo, apretando y restregando su pene en el canal de mi trasero.

Entonces, poco a poco, fui elevando mi culo para que la coincidencia ocurriera.

Su falo fue entrando en mi centro y así mi espalda se fundió con su pecho, resbalando sedosamente gracias al sudor. “Dame tu leche”, exclamé inconsciente y me vino el recuerdo de su sexy y fragante aproximación cuando me sirvió el vaso esa misma mañana. Salió de mi carne, volteó mi cuerpo y volvió a recorrerme con sus labios mientras se quitaba el condón.

Rozó varias veces su trozo en mi vientre, y fue suficiente para invocar el derrame que vendría con un delicioso orgasmo que transformó su semblante gentil en el de un poderoso dios azteca…

Su semen brotó en expulsiones volcánicas en mis senos y lo untó en mi dermis desde mis tetas ,  los hombros, hasta las caderas.

Cada que voy a desayunar, la orden de un vaso de leche es la señal para que volvamos a vernos y no precisamente como clienta y mesero…

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