Con sus letras ardientes

Sexo 06/07/2016 05:00 Anahita Actualizada 05:03
 

La primera lectura que despertó mi erotismo apareció a mis 11 años. Era un libro sobre la sexualidad humana con explícitos ejemplos de la autora experta sin que me haya percatado de su título. Recuerdo que, a escondidas, lo sustraje de la maleta de un primo que acababa de llegar de Bogotá.

Más tarde, volví a sentir el cuchicheo hormonal a través de un grupo de estudiantes mexicas, que en el devenir de guerras y convenios políticos, se narraban sus vivencias concupiscentes. Dicho ejemplar fue una encomienda de la maestra de Historia, quizá con el alevoso objetivo de hacer que la asignatura nos enganchara de verdad.

Mucho tiempo después, gracias a Alberto, tuve un montón de opciones para energizar mis noches solitarias por medio de las letras. Pero no había nada como cuando él leía para mí. Era exquisito.

Luego de un cachondo preámbulo tras el café de la comida, besos ardientes y quedarnos en ropa interior refregando las pieles como accionando el cuarzo que prende el fuego de un encendedor, tendidos en la alfombra iba al librero y tomaba un ejemplar, lo abría y comenzaba a narrar. Nuestra lascivia ya estaba alerta por el escarceo previo.

“… Con los bajos sueltos y con perfume de modo que los enseñes cuando alces la ropa o te abrace lista para ser amada, cuando me recueste encima de ti para abrirlos y darte un beso ardiente en tu indecente trasero desnudo, podré oler tus bragas con el aroma de tu sexo”, decía James Joyce a través de su boca, mientras acariciaba mi pantie con una mano y sostenía el libro con la otra.

Fue entonces cuando notó mi humedad en la tela y dejó a un lado el ejemplar polvoroso; pasó un dedo en mi hendidura cubierta por el encaje negro y lo hundió para empaparlo con lo que ya se trasminaba. Y comenzó a moverlo en un vaivén a lo largo de mi raja, usando el textil como un recurso incitante, además de su yema.

Yo, sentada y apoyada en mis codos con las piernas abiertas, mientras miraba la ejecución de su dedo provocador, contoneé mis caderas al compás de sus movimientos; una oleada de placer empezaba a invadirme, y Alberto hizo lo que Joyce y se acercó a mi sexo para olerlo, a la vez que apretaba mis nalgas por debajo de las bragas, consintiéndolas sin dejar de aspirar. 

En subrepticio ascenso, se enfrentó a mis senos aún con el brasier puesto y declamó de memoria: “De repente, una abeja se posa en sus senos como entre dos manzanas gordas. La abeja va caminando cosquilleando la piel suave.

Vasanterana ríe. Cierra los ojos. Se muerde los labios. Es un placer desconocido del Kamasutra...”, balbuceaba,  mientras la punta de su lengua emulaba a “La abeja lujuriosa”.

La piel se me erizaba, contrayendo mis pezones que hasta me ardían; desabroché el sostén y desnudé mis pechos para que los lamiera a su antojo. Remojó las puntas y se encogieron aún más. Reí al igual que Vasanterana. Me dejé caer en el tapete y mientras él seguía chupando, zafé mis braguitas y lo abracé con las piernas.

Su miembro se asomó por la trusa y su glande rozó mi bajo vientre, dejando un hilo del zumo lubricante, que recolecté con los dedos para suavizarme el abdomen. Bajó su ropa, alcanzó el condón y se lo puso, al tiempo que nuevas líneas poseyeron su encantadora voz:

“Ella dejó que Francisco hiciera todo aquello a lo que antes se negaba y sintió su mano hurgando en aquellos rincones donde sólo las propias la habían penetrado”  e intempestivamente  tomó mis caderas y clavó su pene, que entraba y salía sin conmiseración.

Mi cuerpo era restregado sobre la felpa revolcando mi melena, mientras Alberto seguía sumergiéndose y le rezaba a López Velarde, a García Lorca: “Vengo a consumir tu boca y arrastrarte del cabello en madrugada de conchas. Porque quiero, y porque puedo. Umbría de seda roja…”. Nuestros orgasmos siempre nos supieron a libros viejos de pastas duras y filos de oro.

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